viernes, 21 de enero de 2011

Libro: Conferencias Espirituales, Los cinco grados de humildad

Este hermoso extracto de las "Conferencias Espirituales" de San Francisco de Sales nos habla de la humildad.  En realidad sólo trata en el primer párrafo el conocimiento de sí mismo, como primer grado de humildad.  Sin embargo me gusta tanto y está tan sintetizado, que quiero compartirlo todo, ya que de todas formas buscamos seguir ese camino de virtud.

San Francisco de Sales

(1567-1622). Obispo y líder de la contrarreforma, lo nombraron patrón de los escritores y la prensa católica, así como fue aclamado Doctor el 16 de noviembre de 1871 por Pío IX.






El primer grado de humildad es el conocimiento de sí mismo cuando por el testimonio de nuestra propia conciencia y por la luz que Dios nos da conocemos que sólo somos pobreza, miseria y abyección. Pero si esta humildad no va más allá, no es gran cosa y es muy común, ya que hay pocas personas tan ciegas que no conozcan con claridad su bajeza por poco que reflexionen. Sin embargo, si bien se ven obligados a reconocerse como son, se enojarían extraordinariamente de que otra persona los considerara tales. Por esto no hay que contentarse con eso, sino pasar al segundo grado que es el reconocimiento, pues hay diferencia entre conocer una cosa y reconocerla.

El reconocimiento consiste en decir y publicar, cuando sea necesario, lo que conocemos de nosotros. Pero hay que decirlo, claro está, con un verdadero sentimiento de nuestra nada, pues hay infinidad de personas que lo único que hacen es humillarse de palabra. Hablad a la mujer más vanidosa del mundo o a un cortesano del mismo estilo y decidles: «Dios mío, qué maravilloso sois, cuántas cualidades tenéis. No conozco nada parecido a vuestra perfección». «¡Jesús! -os responderán- disculpadme, yo no valgo nada, soy la miseria y la imperfección personificada».  Sin embargo, están encantados oyéndose alabar y más aún si pensáis como habláis. Ved pues, cómo esas palabras de humildad son superficiales, porque si las tomáis a la letra, se ofenderían y querrían que inmediatamente les ofrecierais una reparación. ¡Dios nos libre de esos humildes!

El tercer grado es reconocer y confesar nuestra miseria y abyección cuando los demás la descubren, pues frecuentemente decimos, incluso sintiéndolo, que somos malos y miserables, pero no nos agradaría que otro se anticipara a declararlo. Y, si lo hace, no sólo nos desagrada, sino que nos enfadamos, prueba de que nuestra humildad no es perfecta ni auténtica. Así pues, hay que ser sinceros y decir: «Tenéis razón; me conocéis perfectamente». Este grado de humildad ya es muy bueno.

El cuarto es amar el menosprecio y alegrarse cuando nos rebajan y humillan, pues ¿qué importa engañar a los otros? No es razonable. Puesto que sabemos que no somos nada, debemos estar contentos de que lo piensen, lo digan y nos traten como a viles y miserables.

El quinto, que es el último y más perfecto de todos los grados de humildad, es no sólo amar el desprecio sino desearlo, buscarlo y complacerse en él por amor de Dios. ¡Felices los que llegan a esto, pero su número es muy reducido!

¡Ojalá nuestro Señor lo quiera aumentar con 25 o 30 Hermanas que le están consagradas en esta pequeña Congregación! Así sea