Doctor en Teología y Filósofo. Director de Radio María desde 1987.
El discernimiento de la propia situación espiritual
Conocerse a sí mismo en la luz del Espíritu Santo
El conocimiento de sí mismo es una de las más arduas y densas cuestiones después de la de Dios, que por su naturaleza trasciende infinitamente la capacidad del intelecto humano. El dicho de la antigua Grecia: "Conócete a ti mismo", indica el abismo insondable del hombre. La filosofía y la literatura de todos los tiempos, en particular las indagaciones de la sicología moderna, han intentado sondear el misterio del hombre, sin todavía conseguir resultados satisfactorios. Por las posibilidades limitadas de la razón, el hombre sigue siendo un gran desconocido. Sólo la Divina Revelación ha dado una gran luz sobre el enigma que somo nosotros y lo que representa la vida para nosotros mismos. Quitando el velo que cubre el Ser trascendente, la Palabra de Dios nos ha desvelado al mismo tiempo nuestro ser y nuestro destino.
"Que te conozca yo a ti, para conocerme a mi", afirmaba con su acostumbrada genialidad San Agustín. El conocimiento del hombre, en la profundidad de su ser y de su vocación, se puede conseguir solamente a la luz del conocimiento del Abosoluto. Sin referencia a Dios, el ser humano es indescifrable. En el misterio de su persona el hombre no sólo es "capaz de conocer a Dios", sino que está en relación permanente con Él. Por la fuerza de su espíritu, creado a imagen y semejanza del Altísimo, cada persona humana tiene una orientación estructural hacia el Creador, que la lleva más allá de los angostos horizontes del espacio y del tiempo. La pretensión de conocer al hombre limitándose a su cuerpo es una de las idioteces típicas de nuestro tiempo. Por otro lado, arbitraria y superficial es la ilusión de conocer la profundidad de la persona encerrándola en el ámbito de la finitud. Sólo tomando como causa el misterio de Dios se esclarece la niebla espesa que envuelve el misterio del hombre.
Cuando el hombre intenta conocerse a sí mismo, prescindiendo de su Creador, se expone a los más graves peligros. Sin la grandeza, belleza, bondad y verdad de Dios, el hombre termina por desconocer la centella divina que está en éo y por degradarse hasta lo más bajo de la condición animal. Sin la luz que lo ilumina desde lo alto, experimenta solamente la tiniebla y la potencia del mal, que actúa en sus miembros. Privado de la Misericordia Divina que se inclina sobre su miseria, el hombre conoce sólo su pecado y su bajeza, sin la esperanza de la Redención. La degradación moral y la desesperación existencial son el epílogo inevitable de muchas formas de humanismo ateo. Eliminando a Dios de la vida, sucede como si se quitase el sol del universo. La existencia humana se transforma en una gélida noche invernal, privada de la perspectiva de un alba en el horizonte.
Recorriendo un camino opuesto, pero con idénticas consecuencias, el conocimiento de sí mismo, sin la luz de Dios, conduce, no a la degradación sino, a la exaltación de sí. Es esta la parábola no concluida todavía del ateísmo contemporáneo, el cual se propone construir un mundo sin Dios. El escenario lo conocemos bien y es dramático y grotesco al mismo tiempo. En un universo que se habría hecho "al azar", el hombre proclama su supremacía absoluta, pero él al final, ni siquiera sabe qué hacer de ello. El mismo "azar" que en efecto, todo lo traga, haciendo inútil cada vida y cada acción, buena o mala. ¿De qué le sirve la "divinidad" de un universo hostil e indiferente, donde reina soberana la muerte omnívora y sin piedad, que todo lo acumula, hombres y animales, inocentes y culpables?
Para conocer al hombre en general, y a uno mismo en particular no hay más que una luz, y es aquella que viene de lo alto. En esta luz conocemos nuestra grandeza, que tiene dimensiones ilimitadas, pero también nuestra miseria, también ella tiene proporciones difícilmente mesurables. Sólo en Dios y en el proyecto admirable de la Creación y de la Redención, el hombre se conoce a sí mismo y entiende la parábola de su vida. En el hombre-Dios, Jesucristo, cada uno puede medir su dignidad y su pecado. Por medio del Espíritu de Cristo, el Espíritu de la Verdad, cada uno puede darse cuenta de su situación existencial. A las preguntas perennes de todos los tiempos: ¿quién soy?, ¿cuál es el estado de mi alma?, ¿hacia dónde va mi vida?, ¿qué pensará Dios de mí?, sólo la Gracia del Espíritu Santo puede sugerir al corazón la respuesta que infunda paz y confianza.
El discernimiento de sí mismo y de la propia situación delante de Dios es ciertamente un ejercicio difícil y arriesgado. La vana curiosidad de querer saber lo que Dios tiene escondido para nuestro bien, puede conducirnos por vías imprudentes y equivocadas. Sin embargo, un sano conocimiento de sí es posible además de auspiciable, para poder progresar en la vía de la virtud. Pero debe ser un conocimiento en el Espíritu Santo, más que el resultado incierto de nuestras indagaciones, a menudo peligrosamente contaminadas del orgullo. Debe importar el acto de aceptación de la luz sobrenatural de la Gracia, que nos muestra lo que es útil para nuestro progreso espiritual. A cada uno Dios revela la parte de sí que debe ser purificada, porque Él desea elevarla y disponerla convenientemente para que pueda ser su morada. No es raro que el Creador prepare el alma esposa, a sí misma desconocida, y la adorne de una belleza tal que sólo el día de las nupcias le será revelada.
El conocimiento de sí en el Espíritu Santo genera la humildad
La luz de Dios revela al hombre su pecado. Sin ella el hombre no ve la enfermedad espiritual de su alma y, en su ceguera, se considera justo siendo por el contrario pecador. El caso típico del hombre que no se conoce a sí mismo lo encontramos en la parábola del fariseo y el publicano (cfr. Lc 18,9-14).
El fariseo está entenebrecido por el orgullo, que, según palabras de Santa Catalina de Siena, es como una "nube" que cubre el ojo del intelecto, impidiéndole ver. Hace un elenco de las buenas obras que realiza "Ayuno dos veces por semana, -afirma- doy el diezmo de todas mis ganancias", pero ni ve y ni podría ver, la mala intención con la que está contaminada. Se trata de la presunción de ser mejor que los demás, acompañada del desprecio por los otros "¡Oh Dios! -es su odiosa oración- Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano". El orgullo impide al fariseo hacer un recto discernimiento sobre su situación espiritual. Se mira a sí mismo con los ojos de la carne y no ve la enfermedad, que sólo la luz de la fe puede revelar.
El publicano, al contrario, es el ejemplo inmortal del verdadero conocimiento de sí, que es generado por la gracia del Espíritu Santo. Es una luz que ilumina el alma, poniendo en evidencia las zonas oscuras del pecado y de las malas inclinaciones. Acogida con humildad, consiente aquel conocimiento auténtico de sí mismo, el cual es un don inaudito y de inimitable valor. El publicano en la Luz divina ve su mal y no duda en declararse pecador: "¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!", afirma golpeándose el pecho.
Esta oración, con razón, patrimonio precioso de innumerables generaciones cristianas, es una admirable síntesis de la triple iluminación con que el alma es revestida. Ante todo, una iluminación sobre Dios, el cual es "rico en misericordia", y se inclina voluntariamente con su perdón sobre el pecador arrepentido. Sigue, una iluminación sobre el hombre, el cual no se sustrae a la luz que esclarece sus tinieblas, sino al contrario, confiesa abiertamente su culpabilidad. Finalmente hay una iluminación sobre las consecuencias de esta postura de humilde y sincero arrepentimiento, que obtiene la Gracia del perdón divino: "Yo os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquel no".
En esta parábola Jesús indica el camino a recorrer por todo aquel que quiera conocer a sí mismo. no es raro que los hombres quieran evidenciar sus valores, sus méritos, sus dones y sus incomparables virtudes. Buscan un tipo de conocimiento de sí mismos que les haga grandes a sus ojos y ante los demás. Frecuentan las personas que elogian sus cualidades, mientras huyen y se irritan contra aquellos que les critican y que les echan en cara sus defectos y sus lados oscuros. Hasta algunas almas piadosas, prefieren frecuentar a los directores espirituales y confesores que se complacen en sus progresos espirituales, antes que escuchar las palabras de aquellos que les descubren sus pecados. De este modo, no buscamos el conocimiento de nosotros mismos, más bien cedemos ante la astucia del yo orgullosos que no quiere bajarse del pedestal. Nos comportamos aquel enfermo que no quiere mirar de frente a su enfermedad, ¿cómo se podrá curar?
El conocimiento de uno mismo en el Espíritu santo, lleva siempre a reconocer la presencia del mal y del pecado. El hombre está espiritualmente enfermo, aún cuando esté muy avanzado en el camino de la santidad ¿De qué le servirá esconderse a sus ojos? Debe desconfiar de todas los presuntos conocimientos sobre su situación espiritual que lleven a la complacencia, a la vanagloria y a la auto-exaltación. Debe hacerle reflexionar el hecho de que los santos en la medida que progresan en el camino espiritual, se declaran con sincera convicción pecadores. Esto depende del hecho de que, creciendo la luz de Dios, ven en mayor profundidad el estado de su alma. Si te declaras pecador, puedes decir que conoces tu corazón en espíritu y verdad. El recto discernimiento sobre la propia situación espiritual conduce siempre a la humildad y a golpearse el pecho. Si te sientes indigno delante de Dios, significa que te encuentras en la vía del perdón y de la justificación.
El conocimiento de sí en el Espíritu Santo genera confianza
El conocimiento de sí en la carne, conduce al yo egoísta por el camino de la soberbia y la exaltación y, todavía más frecuentemente, por el camino del desagrado de uno mismo y la desesperación. No son pocos los que, habiendo vuelto los ojos al abismo de miseria que se anida en el corazón humano, han odiado la propia situación existencial hasta despreciarse a sí mismos. Hay un "odio santo", suscitado por el Espíritu Santo que es aversión al pecado, unido a la voluntad de renacer, con la ayuda de la Gracia. Se trata del renegarse a sí mismo que, Jesús recomienda a todos aquellos que deseen seguirlo e imitarlo. Pero también hay un odio a sí mismo que viene de la carne, el cual nos hace insoportables a nuestros ojos y provoca un peligroso resentimiento con respecto a Dios y al prójimo. La vida espiritual sufre un golpe mortal y se fosiliza en el gancho de este hielo mortal.
El milagro de la Gracia da al hombre la oportunidad de conocer el poder de las tinieblas que obran en él, pero sin perder la esperanza de la Redención. La luz de la Gracia muestra al tiempo el mal y el remedio. La vía de la conversión no aparece imposible, sino que se convierte en una meta, que nuestras débiles fuerzas pueden conseguir, un paso después del otro, con la ayuda sobrenatural que Dios pone a nuestra disposición. Aunque dolorosa, como cada parto, el nacimiento de la nueva criatura se convierte en esperanza que derrama alegría, por los resultados obtenidos y genera energía para las nuevas metas. El corazón sediento de eternidad, comienza a gustar la ternura del amor de Dios y se repone de la fatiga, sin duda, la más dura y dolorosa que existe, la de negarse a sí mismo y renegar de las propias pasiones.
El difícil camino de la conversión es por su naturaleza largo y espinoso. Como nos enseña Jesús, el demonio, una vez alejado de nuestra alma y de nuestra vida, no se da por vencido y medita la venganza, vuelve al asalto con siete espíritus peores que él. Las pasiones, privadas de su alimento cotidiano, protestan cada vez más violentamente y buscan la forma de imponer su ley. El mundo, con sus seducciones, completa el cuadro de un ejército enemigo aguerrido y nunca del todo derrotado. En este caso, una recaída en el camino del renacimiento interior, corre el riesgo de abrir el flanco a los asaltos todavía más insidiosos del desanimo. El maligno insinúa al alma que la conversión es imposible y que la santidad es una ilusión. Su objetivo es el de hacer perder la confianza y el de inducir a tirar la toalla. Sólo la luz del Espíritu Santo revela al alma las insidias del enemigo y la espolea para que retome el camino con esperanza y total confianza.
Las artes refinadas del maligno, para hacer desistir al alma del camino de la conversión son innumerables. Sin la ayuda sobrenatural, ¿quién podría descubrirlo? La astuta serpiente insinúa dudas sutiles y mortíferas. Una de las más venenosas es la que se refiere al perdón de parte de Dios. Derrotado por la firme determinación de confesarse y del propósito de no pecar más en el futuro, Satanás busca abrirse paso en la fortaleza del alma silbando dudas e interrogantes sobre la Divina Misericordia. Su táctica perversa debe ser descubierta y sacada a la luz, antes de que provoque inquietud y angustia.
Cuando el maligno ha obtenido su objetivo de inducir al pecado, no suelta la presa, al contrario busca impedirle que la acción de la Gracia la recoja y la levante. Por ello, se afana en empujarla de nuevo al pecado, a fin de consolidar la esclavitud del vicio y de sofocar la voz de la conciencia. Busca todas las formas de tenerla lejos del sacramento de la Confesión, que representa para él una mortal derrota. Si aún no ha logrado su objetivo y el alma se confiesa, he aquí que comienza a sembrar las dudas sobre el perdón de los pecados cometidos. De forma especial, las almas escrupulosas son martilleadas por los interrogatorios asfixiantes que quitan la serenidad y la paz. La obsesión diabólica no termina en sí misma, sino que quiere llevar al alma a dudar del perdón de Dios y de la grandeza de su misericordia.
Hay un modo para escapar de estos asaltos infernales y es la determinación del corazón por creer incondicionalmente en el amor del Creador, más grande que cualquier pecado. Cuando el alma tiene los ojos de la fe bien fijos en la divina bondad, resiste sin vacilar los asaltos satánicos de la duda y de la desconfianza. El Espíritu Santo, en medio de los flagelos que golpean la mente, deja sentir en lo más íntimo la dulzura y la paz. A través de estas pruebas, el alma se consolida en la certeza del perdón recibido. La conciencia de su debilidad y de sus pecados, en vez de deprimirla, suscita una contrición y un amor más grande. El conocimiento de sí, en la límpida luz de la gracia, se convierte en resorte potente que hace volar al alma a los cielos serenos y gozosos de la santidad.