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martes, 6 de enero de 2015

Video: Cuando débil soy

En este video Martín Valverde reflexiona sobre la necesidad de conocerse para poder reconocerse débil y poder aceptar la sanación interior.  Canta un tema que lleva por título "Cuando débil soy" en referencia a 2 Co 12,10 "Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte.".

Martín Valverde
(Costa Rica, 1963 - )

Martín Valverde es músico y cantautor católico dedicado a llevar el mensaje de fe con un estilo contemporáneo, a través de conciertos, producciones musicales, de formación y participando en los medios católicos y seculares en México y el extranjero.  Nacido en Costa Rica, naturalizado mexicano, casado con Elizabeth Watson y con tres hijos: Martín Gerardo, Daniela y Jorge Pablo. Es director de Producciones Dynamis (México), empresa fundada junto con su esposa.


sábado, 27 de diciembre de 2014

Video: Conocimiento de si mismo lección 13

Este video es parte del proceso para la consagración a la Virgen María, que dirige la asociación privada de fieles colombiana "Lazos de Amor Mariano", quienes trabajan en el marco de la Nueva Evangelización y cuyos "pilares fundamentales el amor a la Eucaristía, la verdadera devoción a la Virgen María y la obediencia al Papa, su magisterio y a los Obispos en comunión con él".  Dan retiros y prepararan a las personas para la consagración total a Jesús por María según el método de San Luis María Grignión de Montfort.

Wilson Andrés Tamayo Zuluaga
(Colombia, )

Ingeniero de Sistemas de Medellín Subdirector de Lazos de Amor Mariano.  A los 15 años tuvo una experiencia de conversión personal y desde ese momento se ha dedicado exclusivamente al servicio y apostolado en la Iglesia Católica.






jueves, 26 de septiembre de 2013

Libro: Diccionario de la Mística, Conocimiento de sí mismo

Del Diccionario de la Mística editado por Monte Carmelo.  Una definición del conocimiento de sí mismo, desde la óptica mística.  Editado por Peter Dinzelbacher.

Peter Dinzelbacher 
(Austria, 1948 - )

Nació en Linz, Austria.  Es doctor en historia medieval en Viena, tiene habilitación para la historia media y avanzada en Stuttgart, y es miembro del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, Nueva Jersey.  Enseña en varias universidades de Alemania, Austria, Italia y Dinamarca. De 1988 a 2011 fue editor Dinzelbacher de Estudios Medievales, que también fundó. Desde 1998 es profesor honorario de historia social y mentalidad de la Universidad de Viena. Cuenta con más de 300 documentos, artículos y varias antologías publicadas.

Conocimiento de sí mismo (percepción de sí mismo) 

El conocimiento de sí mismo significa la elevación del sí mismo real hasta hacerlo llegar a la conciencia de sí mismo. Claro que el conocimiento de sí mismo es un programa que hay que realizar, más bien que la referencia a una realidad ya existente. En efecto, en esta expresión se escucha siempre aquella antigua exhortación. Gnothi seauton (“Conócete a ti mismo”), que se leía en el atrio del templo de Delfos y que caracterizó esencialmente el pensamiento de Sócrates y de Platón, de los Estoicos y de los Neoplatónicos. Los primeros Padres de la Iglesia trasladaron esta idea al pensamiento cristiano, juntamente con otras ideas clave del Estoicismo y del → Neoplatonismo, San → Agustín llegó incluso a situar el conocimiento de sí mismo junto al conocimiento de Dios (Soliloquia I 7, II 1): Noverim me, noverim te (¡Que me conozca y te conoceré!”), Deum et animam scire cuplo (“Deseo conocer a Dios y al alma”). En sus Confessiones, San Agustín pone en práctica este programa. El renacimiento del siglo XII alcanzó otro punto culminante (sobre todo en la → mística de los Cisterciences) en cuanto a la reflexión acerca del conocimiento de sí mismo.

Desde la perspectiva de la moderna psicología de la personalidad, el sí mismo constituye uno de los puntos de polarización de la vida personal. No hay unanimidad en cuanto a la extensión del concepto. Según C. Bühler y C.G. Jung, designa el núcleo o del centro de la persona. En el sentido más amplio, abarca todo “sí-mismo” parcial (W. James, G.W. Allport). El conocimiento de sí mismo, entendido como la tarea de descubrir ámbitos ocultos y difícilmente accesibles, se basa más bien en el primer significado del “sí mismo”. Es digna de tenerse en cuenta, para nuestro contexto, la convicción de la psicología de la personalidad de que es imposible descubrir todos los aspectos del propio “sí-mismo”, y de que el “sí mismo” es una entidad dinámica que se halla en constante flujo. Consecuencia de ello, entre otras cosas, es que el conocimiento de sí mismo no llegará nunca a ser una tarea acabada; que, por tanto, hay que estar trabajando en ella durante toda la vida. 

Sorprende el que los místicos cristianos, aunque parecen estar totalmente orientados hacia Dios, insistan con tanto énfasis en la necesidad del conocimiento propio, que da la impresión de que ellos –al igual que San Agustín- lo equiparan al conocimiento de Dios. Dios y el hombre son dos polos de una misma y única experiencia. El conocimiento de sí mismo no sólo se halla al comienzo del camino, sino que acompaña al místico hasta sus “moradas” más íntimas (Santa Teresa de Jesús). 

Se verá con claridad su importancia, si no pensamos sólo en la razón mencionada con más frecuencia, a saber, la necesidad del conocimiento propio para llegar a ser humilde, sino que además tenemos en cuenta las implicaciones siguientes: 1) Al despertar el interés del hombre por el propio “sí mismo”, se le está trasladando a su propia interioridad, al genuino marco de la vida mística. 2) Al conocimiento del propio “sí mismo” conducen, sí, varios caminos, pero el más importante es el de la autorrevelación espontánea. Y cuando queda libre el camino hacia el acontecer interno espontáneo, entonces lo interior comienza a moverse. Emerge hasta llegar a la conciencia en forma de iluminaciones, motivaciones, mociones del sentimiento y estados afectivos, reestablece constelaciones interiores, rechaza otras cosas (purificación), integra nuevas piezas del mosaico en la imagen ya existente. Por tanto, será difícil imaginarse una ascensión más suave y más natural a la vida espiritual que precisamente la vía del conocimiento de sí mismo. 3) Claro que, en ese acontecer espontáneo que se produce en el interior del “sí-mismo” no sólo se mueven energías “ordenadas”, sino también energías “desordenadas” (por ejemplo, las concupiscencias), lo cual exige la aplicación del → discernimiento de espíritus. Y esto contribuye de manera nada despreciable a profundizar en el conocimiento propio. El objetivo del conocimiento de sí mismo en la mística es triple: la vida moral (los pecados y las virtudes), el “sí-mismo” individual con su singularidad personal (en ella se fundamenta también la dirección individualista efectuada por Dios) y el “sí-mismo” humano universal o la naturaleza humana (una idea central en el Maestro → Eckhart), su futilidad y su dignidad, su complejidad y polaridad (espíritu – carne), su origen y su destino, su puesto dentro del contexto global de la creación, etc. 

Al conocimiento de sí mismo conduce la observación de sí mismo (la introspección), las informaciones recibidas de la teología y de los otros campos especializados de relevancia antropológica, las comparaciones con otros, pero principalmente el conocimiento de Dios (es decir, el hombre se ve a sí mismo a la luz de la revelación). El hombre experimenta entonces que Dios le ama; que Dios le creó a su imagen; que él lleva en sí mismo algo divino (semillas, chispas, fuentes divinas); que, junto con Cristo, llega a ser hijo de Dios y participa en la vida divina. En esta revelación se contiene también la invitación a tender un puente, no sólo hacia su “sí-mismo” natural, sino también a lo divino que hay en él, para facilitar de este modo su desarrollo, un programa que forma parte del objetivo principal de la mística cristiana. →Iluminación, Homo interior, Wigel.

sábado, 31 de agosto de 2013

Libro: Para ser cristiano, el conocimiento de si mismo

El libro del padre Lorda "Para ser cristiano" es un tratado que contiene un esquema breve pero completo de las virtudes cristianas y de los principales misterios de la fe.  Herramienta básica para el que busca el camino de perfección, la santidad.  Dedica el tercer capítulo al conocimiento de sí mismo.  Aquí lo transcribimos.  El libro está disponible para descargar en: http://www.librosopusdei.com/para-ser-cristiano-juan-luis-lorda/  puede leerse con la ayuda del software Isilo.

(España, 1955 -) 
Es ingeniero industrial, sacerdote y Doctor en Teología por la Universidad de Navarra. En la actualidad es profesor de Antropología y Teología de la citada Universidad.  Sus áreas de trabajo e interés son: antropología teológica o idea cristiana del hombre; la antropología de Juan Pablo II y el pensamiento personalista; el humanismo cristiano en la Historia; y la idea y las expresiones de la filosofía cristiana. Colabora en la Parroquia de San Nicolás, de Pamplona.


El conocimiento de si mismo

Sobre la puerta gigantesca del templo de Apolo en Delfos (una de las maravillas del mundo antiguo) se podía leer una inscripción que era como el resumen de toda la sabiduría clásica: "conócete a ti mismo". Y por sorprendente que esto pueda parecer en una época como la nuestra, en que está de moda un lema parecido "encontrarse a sí mismo", aquella máxima no se refería tanto a descubrir las grandezas de la propia personalidad, cuanto a tomar conciencia de sus serias limitaciones.

La sabiduría de la vida había enseñado a aquellos griegos que querían amarla, qué gran don es conocerse tal como uno es, sin dejarse llevar de los excesos a que todos estamos inclinados cuando nos juzgamos. Se ha dicho que el mayor negocio del mundo sería comprar a los hombres por lo que valen y venderlos por lo que creen valer: los beneficios serían enormes, porque la vanidad tiende siempre a ponernos por encima de nuestra realidad. De esto se siguen -cuando los demás no aciertan a aceptar esa superioridad- agravios, rencores, tristezas, iras, venganzas insolencias, disputas...; en una palabra, casi todos los motivos que quiebran la paz de las familias, de las comunidades y de los estados. Casi todos los litigios tienen que ver con que hay hombres que se han sentido peor tratados de los que creían merecer. Mientras que esa ceguera respecto a lo propio es un perenne motivo de discordia, el propio conocimiento es el mejor camino para comprender a los demás.

El gran campo de experimentación en que los hombres aprendemos a valorar las reacciones humanas, a investigar sus causas, a intuir los sentimientos que se ponen en juego, es el de nuestra propia experiencia interior. Quien ha experimentado el dolor, entiende al que se duele; quien ha sufrido un revés de la fortuna, sabe loq ue es estar triste; quien se ha sentido abandonado, comprende la soledad. Y lo mismo sucede con toda la riquísima gama de sentimientos que pueden ocupar el corazón humano. A medida que uno se conoce mejor, se hace más capaz de comprender a los demás, porque "sabe" lo que les sucede.

En dos sentidos es un tesoro el propio conocimiento: para comprender a los demás y para -como decimos castizamente en español- "saber estar en su sitio". Por eso, el propio conocimiento es el gran principio de las relaciones de convivencia. Nos sitúa en el ambiente en que nos movemos, y nos da una capacidad de comprender y una interioridad que compartir. Este es el soporte necesario para establecer relaciones justas con los demás, para apreciarles y comprenderles, y para hacer amistad.

Sin embargo, lo más importante del conocimiento propio es que resulta indispensable para tratar a Dios. Delante de Dios, todos somos muy pequeños, y sólo el que se reconoce pequeño está en disposición de poder tratarle. Es una constante en la vida de los santos (se repite con una rara regularidad), que se han sentido más indignos de Dios a medida que realmente estaban más cerca de El. Su amor a creciente Dios les llevaba a con mayor finura cuáles eran los aspectos en que no le eran fieles.

El conocimiento más perfecto de la infinita grandeza de Dios va unido al reconocimiento más preciso de la propia miseria; de tal manera que el reconocimiento de las propias limitaciones es como un presupuesto necesario para alcanzar a Dios. Pascal quiso hacer de esto uno de los ejes de su método apologético con el que quería acercar a Dios a los hombres de su tiempo. Y es que el sentido del pecado (de la propia indignidad) y el sentido de Dios, van de la mano. Donde se ha difuminado el sentido del pecado, allí se desvanece el sentido de Dios: no se ve a Dios porque no se ven las miserias que nos lo ocultan: se produce (en frase de Buber) "el eclipse de Dios".

Para romper esa costra de superficialidad cegadora es necesario ahondar en el propio conocimiento. "Conocimiento de sí (dice San Juan de la Cruz) es el primer paso que tiene que dar el alma para llegar al conocimiento de Dios" (Cántico espiritual, 4,1). Hay que conocerse y, además, hay que conocerse como lo que somos: como hombres que cometen errores. Nada aparta más a de Dios que el no ser capaz de reconocer ante El nuestras limitaciones. Ese es el sentido que Jesucristo quiso dar a a una de sus parábolas más bellas: la del fariseo y el publicano. "Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos, teniéndose por justos y despreciaban a los demás: Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo, y el otro publicano. El fariseo, quedándose de pie, oraba para sus adentros: Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que poseo. Pero el publicano, quedándose lejos, ni siquiera se atrevía a levantar sus ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador. Os digo que éste bajó justificado a su casa y aquél no (Lc 18, 9-13).

Todo hace pensar que aquel fariseo de la parábola ayunaba realmente dos veces por semana y pagaba con escrúpulo sus diezmos. Sin embargo, subió al templo a cantar su gloria en lugar de la de Dios. En consecuencia, bajó a su casa como había subido: sin haber encontrado a Dios, porque no le buscaba en realidad. El publicano, en cambio, sería efectivamente un pecador, tendría motivos verdaderos para sentirse así, pero se arrepiente delante de Dios y se encuentra con El. Cuando el hombre se pone en su sitio, encuentra a Dios en el suyo.

No es malo advertir las realidades buenas que hay en nuestra vida, pero no pueden llevarnos a la vanidad del fariseo. Conocer los talentos que Dios nos ha dado nos debe llevar a agradecerlos y a sentir la responsabilidad de sacarles el provecho que Dios espera de ellos. Pues como se detalla en la parábola de los talentos (Lc 25, 14-30) a quien se le dieron dos se le exige que negocie y gane dos más, a quien uno, no, pero a quien cinco, cinco: y el Señor anuncia que "al que se le ha dado mucho se le exigirá mucho y a quien se le confió mucho se le pedirá más" (Lc 12, 48). Así resulta que un adecuado conocimiento de los dones de Dios en nuestra vida, no sólo no lleva al envanecimiento, sino que es un acicate por servir mejor a Dios y una responsabilidad que da nuevos motivos para arrepentirse. En realidad, es lo que sucede en la vida de los antos, que son conscientes de las muchas maravillas que Dios ha puesto en sus vidas, pero lamentan no haber sido suficientemente fieles, y piensan humildemente que otros, con las mismas gracias de Dios, hubieran hecho mucho más.

El propio conocimiento es indispensable en este camino de la ascética en el que pretendemos llegar a la cima del amor de Dios. ¿Cómo podríamos subir una montaña sin saber dónde estamos, que pertrechos llevamos con nosotros, con qué medios y fuerzas contamos para llegar a la meta? Cada paso adelante requiere un pequeño contraste para saber si vamos por el camino adecuado o nos alejamos de él. Avanzar mucho pero por un camino equivocado, sería un gran fracaso, tanto mayor cuanto más nos hubiésemos esforzado en caminar.

En casi todas las actividades importantes de la vida -el comercio, el deporte, la política, etc.-, se requieren un control para saber qué está pasando. También sucede esto en nuestra vida cristiana, en el empeño que ponemos en ir llegando a Dios. Sólo que, en este caso, el control no puede limitarse a la mera cuenta de las pérdidas y ganancias, de los avances y retrocesos, porque lo que está en juego no es una materia aséptica -algo que se compra y se vende, o una habilidad deportiva o la mayor o menor popularidad pública-, sino nuestro amor de Dios. Las ganancias son dones del amor divino que hay que agradecer como se agradecen los detalles del ser queridos; y las pérdidas son faltas de correspondencia, deslealtades -grandes o pequeñas- por las que hay que pedir perdón y procurar compensar.

Este es el sentido de una práctica muy antigua y muy necesaria de la vida ascética: el examen de conciencia (de S. Ignacio, S. Sulpicio, S. Francisco de Sales) pero no se trata de algo complejo: es muy sencillo. Basta pensar un momento que estamos delante de Dios y que este examen lo queremos hacer con las luces que El mismo nos dé. Pedimos su ayuda, y luego repasamos mentalmente cómo ha ido nuestro día. Nos puede servir repasarlo hora por hora, o bien examinamos por temas. Hay muchas posibilidades diversas: cómo ha ido el trabajo, la oración, el trato con los demás; cómo he obrado de pensamiento, palabra y obra; cómo han ido mis deberes con Dios, con el prójimo, conmigo mismo, etc.

El fundador del Opus Dei recomendaba a veces un examen muy simple: qué he hecho bien, y doy gracias a Dios por eso; qué he hecho mal, y pido perdón por lo que he faltado; qué podría haber hecho mejor y saco una pequeña decisión o propósito de mejor para el día siguiente.

El método no es muy importante, aunque puede ayudar, lo importante es el deseo de llegar a lo concreto y pedir perdón: no basta sentirse genéticamente pecadores. Es necesario conocer cuáles son las manifestaciones concretas de nuestros pecados y faltas de amor de Dios; porque hemos de pedir perdón por ellos y no podremos corregirlos si no los vemos. Conviene descubrir cada días lo detalles de pereza que han estorbado nuestro deberes, las faltas de atención con los demás, los compromisos pequeños o grandes de nuestra sensualidad, los excesos en el hablar, en el comer, etc. Y en muchos casos no basta reconocer superficialmente algo malo, sino que debemos llegar a saber el por qué de aquellos malhumores, de una respuesta desabrida de un descuido frecuente, de una apatía que nos detiene, de las reacciones de disgusto, de las respuestas airadas, de las faltas de fruto apostólico, etc. No es que esa investigación pueda llevarnos a grandes descubrimientos. La mayor parte de las veces tendremos que concluir que nuestras faltas se deben a nuestra soberbia a nuestra pereza o nuestra sensualidad (los tres grandes frentes de la vida ascética). Pero importa mucho reconocerlo en concreto y avergonzarse un poco delante de Dios y de nosotros mismos por ello.
Después de haberse puesto en presencia de Dios y de haber examinado el día, viene el momento más importante del examen, que es el arrepentimiento; el dolor de haber maltratado de un modo u otro el amor de Dios: "Ten piedad, Señor, según tu amor y por tu inmensa ternura borra mi delito, lávame a fondo de mi culpa y purifícame de mi pecado. Pues yo reconozco mi delito, y mi pecado está sin cesar delante de Ti. Contra ti, sólo contra ti he pecado y he cometido lo aborrecible ante tus ojos" (Sal 51, 3-4). El arrepentimiento vendrá enseguida si el examen lo hemos hecho bien y en presencia de Dios. Y el fruto más elocuente del arrepentimiento es el propósito de evitar que aquello se repita. Así va naciendo un esfuerzo eficaz por servir mejor a Dios.

Esa práctica es tan importante que, a medida que se asciende en la montaña, se hace imprescindible. Y, como sucede en las grandes escaladas no es lo mismo estar en la falda de la montaña que ya bastante avanzados. Cuanto más arriba se está, más delicado es avanzar bien, corrigiendo pronto los errores. Un examen de conciencia bien hecho ayuda a caminar con seguridad, mientras que un examen de conciencia mal hecho puede traer consigo graves consecuencias, a medida que nos acostumbramos a tratar el amor de Dios de cualquier manera. El amor es una cosa muy delicada; es muy fuerte, porque empuja al heroísmo, pero muy sensible porque se enfría enseguida con la negligencia y el descuido. Y el amor de Dios es especialmente delicado y exigente: "Examínate (recomienda San Agustín) y no te contentes con lo que eres, si quieres llegar a lo que todavía no eres. Porque en cuanto te complaces de tí mismo, allí te detuviste. Si dices basta, estás perdido" (Sermón 169).

Un examen bien llevado nos conducirá a un profundo conocimiento de nosotros mismos, a una sencilla y convencida humildad, a un hondo agradecimiento a Dios por los muchos bienes que nos da. Nos enseñará a tratarnos a nosotros mismos con cierta dureza y a llenarnos de comprensión a la hora de juzgar a los demás. Nos dará mucha experiencia de los resortes de la vida humana y nos permitirá aconsejar, animar y ayudar a otros. Y sobre todo nos dará cada día un mayor empuje para amar a Dios apasionada y eficazmente.

domingo, 17 de febrero de 2013

Conferencia: Los poderes secretos del tiempo

Hace algunos años, escuché esta interesantísima charla en Fora TV dada en el Commonwealth Club of California, no es exactamente la misma; pero ahora que la encuentro en You Tube y puedo compartirla, lo hago. 

Esta es una conferencia ofrecida por el Ph.D. Philip Zimbardo, trata de la influencia directa de cómo comprendemos nuestra historia personal en una perspectiva temporal, determinado por diversos factores culturales y familiares, sobre nuestro comportamiento cotidiano y motivación para el cambio y en diferentes aspectos de nuestra vida como el trabajo, la salud y bienestar.  Me dio material para mucha reflexión.

Se puede activar la traducción a español en el botón CC.  No es muy buena, pero quizá pueda ayudar a hacer más disponible este valioso material.

El libro donde el doctor Zimbardo expone sus hallazgos sobre este tema en lenguaje popular se llama: "The Time Paradox".  El sitio oficial es el siguiente: http://www.thetimeparadox.com/

EUA (1933 - )

Philip Zimbardo es un célebre académico, educador, investigador y personalidad en los medios.  Ha ganado numerosos premios y honores.  Es profesor emérito en psicología de la Universidad de Stanford donde enseña desde 1968.  También ha enseñado en Yale, NYU y la Universidad de Columbia. Ha sido presidente de la Western Psychological Association, y de la American Psychological Association.




viernes, 1 de febrero de 2013

Libro: El discernimiento espiritual

Del libro El discernimiento espiritual del padre Livio Fanzaga, transcribimos el capítulo 20. 



Pbro. Livio Fanzaga, S.P.
Italia (1940 - )

Doctor en Teología y Filósofo.  Director de Radio María desde 1987.








El discernimiento de la propia situación espiritual

Conocerse a sí mismo en la luz del Espíritu Santo

El conocimiento de sí mismo es una de las más arduas y densas cuestiones después de la de Dios, que por su naturaleza trasciende infinitamente la capacidad del intelecto humano.  El dicho de la antigua Grecia: "Conócete a ti mismo", indica el abismo insondable del hombre.  La filosofía y la literatura de todos los tiempos, en particular las indagaciones de la sicología moderna, han intentado sondear el misterio del hombre, sin todavía conseguir resultados satisfactorios.  Por las posibilidades limitadas de la razón, el hombre sigue siendo un gran desconocido.  Sólo la Divina Revelación ha dado una gran luz sobre el enigma que somo nosotros y lo que representa la vida para nosotros mismos.  Quitando el velo que cubre el Ser trascendente, la Palabra de Dios nos ha desvelado al mismo tiempo nuestro ser y nuestro destino.

"Que te conozca yo a ti, para conocerme a mi", afirmaba con su acostumbrada genialidad San Agustín.  El conocimiento del hombre, en la profundidad de su ser y de su vocación, se puede conseguir solamente a la luz del conocimiento del Abosoluto.  Sin referencia a Dios, el ser humano es indescifrable.  En el misterio de su persona el hombre no sólo es "capaz de conocer a Dios", sino que está en relación permanente con Él.  Por la fuerza de su espíritu, creado a imagen y semejanza del Altísimo, cada persona humana tiene una orientación estructural hacia el Creador, que la lleva más allá de los angostos horizontes del espacio y del tiempo.  La pretensión de conocer al hombre limitándose a su cuerpo es una de las idioteces típicas de nuestro tiempo.  Por otro lado, arbitraria y superficial es la ilusión de conocer la profundidad de la persona encerrándola en el ámbito de la finitud.  Sólo tomando como causa el misterio de Dios se esclarece la niebla espesa que envuelve el misterio del hombre.

Cuando el hombre intenta conocerse a sí mismo, prescindiendo de su Creador, se expone a los más graves peligros.  Sin la grandeza, belleza, bondad y verdad de Dios, el hombre termina por desconocer la centella divina que está en éo y por degradarse hasta lo más bajo de la condición animal.  Sin la luz que lo ilumina desde lo alto, experimenta solamente la tiniebla y la potencia del mal, que actúa en sus miembros.  Privado de la Misericordia Divina que se inclina sobre su miseria, el hombre conoce sólo su pecado y su bajeza, sin la esperanza de la Redención.  La degradación moral y la desesperación existencial son el epílogo inevitable de muchas formas de humanismo ateo.  Eliminando a Dios de la vida, sucede como si se quitase el sol del universo.  La existencia humana se transforma en una gélida noche invernal, privada de la perspectiva de un alba en el horizonte.

Recorriendo un camino opuesto, pero con idénticas consecuencias, el conocimiento de sí mismo, sin la luz de Dios, conduce, no a la degradación sino, a la exaltación de sí.  Es esta la parábola no concluida todavía del ateísmo contemporáneo, el cual se propone construir un mundo sin Dios.  El escenario lo conocemos bien y es dramático y grotesco al mismo tiempo.  En un universo que se habría hecho "al azar", el hombre proclama su supremacía absoluta, pero él al final, ni siquiera sabe qué hacer de ello.  El mismo "azar" que en efecto, todo lo traga, haciendo inútil cada vida y cada acción, buena o mala.  ¿De qué le sirve la "divinidad" de un universo hostil e indiferente, donde reina soberana la muerte omnívora y sin piedad, que todo lo acumula, hombres y animales, inocentes y culpables?

Para conocer al hombre en general, y a uno mismo en particular no hay más que una luz, y es aquella que viene de lo alto.  En esta luz conocemos nuestra grandeza, que tiene dimensiones ilimitadas, pero también nuestra miseria, también ella tiene proporciones difícilmente mesurables.  Sólo en Dios y en el proyecto admirable de la Creación y de la Redención, el hombre se conoce a sí mismo y entiende la parábola de su vida.  En el hombre-Dios, Jesucristo, cada uno puede medir su dignidad y su pecado.  Por medio del Espíritu de Cristo, el Espíritu de la Verdad, cada uno puede darse cuenta de su situación existencial.  A las preguntas perennes de todos los tiempos: ¿quién soy?, ¿cuál es el estado de mi alma?, ¿hacia dónde va mi vida?, ¿qué pensará Dios de mí?, sólo la Gracia del Espíritu Santo puede sugerir al corazón la respuesta que infunda paz y confianza.

El discernimiento de sí mismo y de la propia situación delante de Dios es ciertamente un ejercicio difícil y arriesgado.  La vana curiosidad de querer saber lo que Dios tiene escondido para nuestro bien, puede conducirnos por vías imprudentes y equivocadas.  Sin embargo, un sano conocimiento de sí es posible además de auspiciable, para poder progresar en la vía de la virtud.  Pero debe ser un conocimiento en el Espíritu Santo, más que el resultado incierto de nuestras indagaciones, a menudo peligrosamente contaminadas del orgullo.  Debe importar el acto de aceptación de la luz sobrenatural de la Gracia, que nos muestra lo que es útil para nuestro progreso espiritual.  A cada uno Dios revela la parte de sí que debe ser purificada, porque Él desea elevarla y disponerla convenientemente para que pueda ser su morada.  No es raro que el Creador prepare el alma esposa, a sí misma desconocida, y la adorne de una belleza tal que sólo el día de las nupcias le será revelada.

El conocimiento de sí en el Espíritu Santo genera la humildad

La luz de Dios revela al hombre su pecado.  Sin ella el hombre no ve la enfermedad espiritual de su alma y, en su ceguera, se considera justo siendo por el contrario pecador.  El caso típico del hombre que no se conoce a sí mismo lo encontramos en la parábola del fariseo y el publicano (cfr. Lc 18,9-14).

El fariseo está entenebrecido por el orgullo, que, según palabras de Santa Catalina de Siena, es como una "nube" que cubre el ojo del intelecto, impidiéndole ver.  Hace un elenco de las buenas obras que realiza "Ayuno dos veces por semana, -afirma- doy el diezmo de todas mis ganancias", pero ni ve y ni podría ver, la mala intención con la que está contaminada.  Se trata de la presunción de ser mejor que los demás, acompañada del desprecio por los otros "¡Oh Dios! -es su odiosa oración- Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano".  El orgullo impide al fariseo hacer un recto discernimiento sobre su situación espiritual.  Se mira a sí mismo con los ojos de la carne y no ve la enfermedad, que sólo la luz de la fe puede revelar.

El publicano, al contrario, es el ejemplo inmortal del verdadero conocimiento de sí, que es generado por la gracia del Espíritu Santo.  Es una luz que ilumina el alma, poniendo en evidencia las zonas oscuras del pecado y de las malas inclinaciones.  Acogida con humildad, consiente aquel conocimiento auténtico de sí mismo, el cual es un don inaudito y de inimitable valor.  El publicano en la Luz divina ve su mal y no duda en declararse pecador: "¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!", afirma golpeándose el pecho.

Esta oración, con razón, patrimonio precioso de innumerables generaciones cristianas, es una admirable síntesis de la triple iluminación con que el alma es revestida.  Ante todo, una iluminación sobre Dios, el cual es "rico en misericordia", y se inclina voluntariamente con su perdón sobre el pecador arrepentido.  Sigue, una iluminación sobre el hombre, el cual no se sustrae a la luz que esclarece sus tinieblas, sino al contrario, confiesa abiertamente su culpabilidad.  Finalmente hay una iluminación sobre las consecuencias de esta postura de humilde y sincero arrepentimiento, que obtiene la Gracia del perdón divino: "Yo os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquel no".

En esta parábola Jesús indica el camino a recorrer por todo aquel que quiera conocer a sí mismo.  no es raro que los hombres quieran evidenciar sus valores, sus méritos, sus dones y sus incomparables virtudes.  Buscan un tipo de conocimiento de sí mismos que les haga grandes a sus ojos y ante los demás.  Frecuentan las personas que elogian sus cualidades, mientras huyen y se irritan contra aquellos que les critican y que les echan en cara sus defectos y sus lados oscuros.  Hasta algunas almas piadosas, prefieren frecuentar a los directores espirituales y confesores que se complacen en sus progresos espirituales, antes que escuchar las palabras de aquellos que les descubren sus pecados.  De este modo, no buscamos el conocimiento de nosotros mismos, más bien cedemos ante la astucia del yo orgullosos que no quiere bajarse del pedestal.  Nos comportamos aquel enfermo que no quiere mirar de frente a su enfermedad, ¿cómo se podrá curar?

El conocimiento de uno mismo en el Espíritu santo, lleva siempre a reconocer la presencia del mal y del pecado.  El hombre está espiritualmente enfermo, aún cuando esté muy avanzado en el camino de la santidad  ¿De qué le servirá esconderse a sus ojos?  Debe desconfiar de todas los presuntos conocimientos sobre su situación espiritual que lleven a la complacencia, a la vanagloria y a la auto-exaltación.  Debe hacerle reflexionar el hecho de que los santos en la medida que progresan en el camino espiritual, se declaran con sincera convicción pecadores.  Esto depende del hecho de que, creciendo la luz de Dios, ven en mayor profundidad el estado de su alma.  Si te declaras pecador, puedes decir que conoces tu corazón en espíritu y verdad.  El recto discernimiento sobre la propia situación espiritual conduce siempre a la humildad y a golpearse el pecho.  Si te sientes indigno delante de Dios, significa que te encuentras en la vía del perdón y de la justificación.

El conocimiento de sí en el Espíritu Santo genera confianza

El conocimiento de sí en la carne, conduce al yo egoísta por el camino de la soberbia y la exaltación y, todavía más frecuentemente, por el camino del desagrado de uno mismo y la desesperación.  No son pocos los que, habiendo vuelto los ojos al abismo de miseria que se anida en el corazón humano, han odiado la propia situación existencial hasta despreciarse a sí mismos.  Hay un "odio santo", suscitado por el Espíritu Santo que es aversión al pecado, unido a la voluntad de renacer, con la ayuda de la Gracia.  Se trata del renegarse a sí mismo que, Jesús recomienda a todos aquellos que deseen seguirlo e imitarlo.  Pero también hay un odio a sí mismo que viene de la carne, el cual nos hace insoportables a nuestros ojos y provoca un peligroso resentimiento con respecto a Dios y al prójimo.  La vida espiritual sufre un golpe mortal y se fosiliza en el gancho de este hielo mortal.

El milagro de la Gracia da al hombre la oportunidad de conocer el poder de las tinieblas que obran en él, pero sin perder la esperanza de la Redención.  La luz de la Gracia muestra al tiempo el mal y el remedio.  La vía de la conversión no aparece imposible, sino que se convierte en una meta, que nuestras débiles fuerzas pueden conseguir, un paso después del otro, con la ayuda sobrenatural que Dios pone a nuestra disposición.  Aunque dolorosa, como cada parto, el nacimiento de la nueva criatura se convierte en esperanza que derrama alegría, por los resultados obtenidos y genera energía para las nuevas metas.  El corazón sediento de eternidad, comienza a gustar la ternura del amor de Dios y se repone de la fatiga, sin duda, la más dura y dolorosa que existe, la de negarse a sí mismo y renegar de las propias pasiones.

El difícil camino de la conversión es por su naturaleza largo y espinoso.  Como nos enseña Jesús, el demonio, una vez alejado de nuestra alma y de nuestra vida, no se da por vencido y medita la venganza, vuelve al asalto con siete espíritus peores que él.  Las pasiones, privadas de su alimento cotidiano, protestan cada vez más violentamente y buscan la forma de imponer su ley.  El mundo, con sus seducciones, completa el cuadro de un ejército enemigo aguerrido y nunca del todo derrotado.  En este caso, una recaída en el camino del renacimiento interior, corre el riesgo de abrir el flanco a los asaltos todavía más insidiosos del desanimo.  El maligno insinúa al alma que la conversión es imposible y que la santidad es una ilusión.  Su objetivo es el de hacer perder la confianza y el de inducir a tirar la toalla.  Sólo la luz del Espíritu Santo revela al alma las insidias del enemigo y la espolea para que retome el camino con esperanza y total confianza.

Las artes refinadas del maligno, para hacer desistir al alma del camino de la conversión son innumerables.  Sin la ayuda sobrenatural, ¿quién podría descubrirlo?  La astuta serpiente insinúa dudas sutiles y mortíferas.  Una de las más venenosas es la que se refiere al perdón de parte de Dios.  Derrotado por la firme determinación de confesarse y del propósito de no pecar más en el futuro, Satanás busca abrirse paso en la fortaleza del alma silbando dudas e interrogantes sobre la Divina Misericordia.  Su táctica perversa debe ser descubierta y sacada a la luz, antes de que provoque inquietud y angustia.

Cuando el maligno ha obtenido su objetivo de inducir al pecado, no suelta la presa, al contrario busca impedirle que la acción de la Gracia la recoja y la levante.  Por ello, se afana en empujarla de nuevo al pecado, a fin de consolidar la esclavitud del vicio y de sofocar la voz de la conciencia.  Busca todas las formas de tenerla lejos del sacramento de la Confesión, que representa para él una mortal derrota.  Si aún no ha logrado su objetivo y el alma se confiesa, he aquí que comienza a sembrar las dudas sobre el perdón de los pecados cometidos.  De forma especial, las almas escrupulosas son martilleadas por los interrogatorios asfixiantes que quitan la serenidad y la paz.  La obsesión diabólica no termina en sí misma, sino que quiere llevar al alma a dudar del perdón de Dios y de la grandeza de su misericordia.

Hay un modo para escapar de estos asaltos infernales y es la determinación del corazón por creer incondicionalmente en el amor del Creador, más grande que cualquier pecado.  Cuando el alma tiene los ojos de la fe bien fijos en la divina bondad, resiste sin vacilar los asaltos satánicos de la duda y de la desconfianza.  El Espíritu Santo, en medio de los flagelos que golpean la mente, deja sentir en lo más íntimo la dulzura y la paz.  A través de estas pruebas, el alma se consolida en la certeza del perdón recibido.  La conciencia de su debilidad y de sus pecados, en vez de deprimirla, suscita una contrición y un amor más grande.  El conocimiento de sí, en la límpida luz de la gracia, se convierte en resorte potente que hace volar al alma a los cielos serenos y gozosos de la santidad.



miércoles, 30 de mayo de 2012

Programa Radio: Las moradas del castillo interior

En el programa "Páginas Carmelitanas" (martes 3 p.m. hora de Centroamérica) de la Radio OCD, Fray Cristian Chacón OCD, hace la lectura y explicaciones breves del libro de Santa Teresa de Ávila, "Las moradas del castillo interior".  Compartirmos, el programa de las Primeras moradas, capítulo 2.  A partir del minuto 26 se empieza a leer el número 8 y ss, sobre la libertad de espíritu y el conocimiento propio.  

Santa Teresa de Ávila
Fundadora de la Orden del Carmelo Descalzo
España. (1515 -1582)

A los dieciocho años, entra en el Carmelo. A los cuarenta y cinco años, para responder a las gracias extraordinarias del Señor, emprende una nueva vida cuya divisa será: «O sufrir o morir». Es entonces cuando funda el convento de San José de Ávila, primero de los quince Carmelos que establecerá en España. Con san Juan de la Cruz, introdujo la gran reforma carmelitana. Sus escritos son un modelo seguro en los caminos de la plegaria y de la perfección. Pablo VI la declaró doctora de la Iglesia el 27 de septiembre de 1970.


El texto que se estudia es el siguiente, Las Moradas, Cap 2:

"8. Pues tornemos ahora a nuestro castillo de muchas moradas. No habéis de entender estas moradas una en pos de otra, como cosa en hilada, sino poned los ojos en el centro, que es la pieza o palacio adonde está el rey, y considerar como un palmito, que para llegar a lo que es de comer tiene muchas coberturas que todo lo sabroso cercan. Así acá, enrededor de esta pieza están muchas, y encima lo mismo.


Porque las cosas del alma siempre se han de considerar con plenitud y anchura y grandeza, pues no le levantan nada, que capaz es de mucho más que podremos considerar, y a todas partes de ella se comunica este sol que está en este palacio.


Esto importa mucho a cualquier alma que tenga oración, poca o mucha, que no la arrincone ni apriete. Déjela andar por estas moradas, arriba y abajo y a los lados, pues Dios la dio tan gran dignidad; no se estruje en estar mucho tiempo en una pieza sola.


¡Oh que si es en el propio conocimiento! Que con cuán necesario es esto (miren que me entiendan), aun a las que las tiene el Señor en la misma morada que El está, que jamás ­por encumbrada que esté­ le cumple otra cosa ni podrá aunque quiera; que la humildad siempre labra como la abeja en la colmena la miel, que sin esto todo va perdido.

Mas consideremos que la abeja no deja de salir a volar para traer flores; así el alma en el propio conocimiento, créame y vuele algunas veces a considerar la grandeza y majestad de su Dios. Aquí hallará su bajeza mejor que en sí misma, y más libre de las sabandijas adonde entran en las primeras piezas, que es el propio conocimiento; que aunque, como digo, es harta misericordia de Dios que se ejercite en esto, tanto es lo de más como lo de menos ­suelen decir­. Y créanme, que con la virtud de Dios obraremos muy mejor virtud que muy atadas a nuestra tierra.

9. No sé si queda dado bien a entender, porque es cosa tan importante este conocernos que no querría en ello hubiese jamás relajación, por subidas que estéis en los cielos; pues mientras estamos en esta tierra no hay cosa que más nos importe que la humildad.

Y así torno a decir que es muy bueno y muy rebueno tratar de entrar primero en el aposento adonde se trata de esto, que volar a los demás; porque éste es el camino, y si podemos ir por lo seguro y llano, ¿para qué hemos de querer alas para volar?; mas que busque cómo aprovechar más en esto; y a mi parecer jamás nos acabamos de conocer si no procuramos conocer a Dios; mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza; y mirando su limpieza, veremos nuestra suciedad; considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes.

10. Hay dos ganancias de esto: la primera, está claro que parece una cosa blanca muy más blanca cabe la negra, y al contrario la negra cabe la blanca; la segunda es, porque nuestro entendimiento y voluntad se hace más noble y más aparejado para todo bien tratando a vueltas de sí con Dios; y si nunca salimos de nuestro cieno de miserias, es mucho inconveniente.

Así como decíamos de los que están en pecado mortal cuán negras y de mal olor son sus corrientes, así acá (aunque no son como aquéllas, Dios nos libre, que esto es comparación), metidos siempre en la miseria de nuestra tierra, nunca la corriente saldrá de cieno de temores, de pusilanimidad y cobardía: de mirar si me miran, no me miran; si, yendo por este camino, me sucederá mal; si osaré comenzar aquella obra, si será soberbia; si es bien que una persona tan miserable trate de cosa tan alta como la oración; si me tendrán por mejor si no voy por el camino de todos; que no son buenos los extremos, aunque sea en virtud; que, como soy tan pecadora, será caer de más alto; quizá no iré adelante y haré daño a los buenos; que una como yo no ha menester particularidades.

11. ¡Oh válgame Dios, hijas, qué de almas debe el demonio de haber hecho perder mucho por aquí! Que todo esto les parece humildad, y otras muchas cosas que pudiera decir, y viene de no acabar de entendernos; tuerce el propio conocimiento y, si nunca salimos de nosotros mismos, no me espanto, que esto y más se puede temer.

Por eso digo, hijas, que pongamos los ojos en Cristo, nuestro bien, y allí deprenderemos la verdadera humildad, y en sus santos, y ennoblecerse ha el entendimiento ­como he dicho­ y no hará el propio conocimiento ratero y cobarde; que, aunque ésta es la primera morada, es muy rica y de tan gran precio, que si se descabulle de las sabandijas de ella, no se quedará sin pasar adelante.

Terribles son los ardides y mañas del demonio para que las almas no se conozcan ni entiendan sus caminos.

12. De estas moradas primeras podré yo dar muy buenas señas de experiencia. Por eso digo que no consideren pocas piezas, sino un millón; porque de muchas maneras entran almas aquí, unas y otras con buena intención.

Mas, como el demonio siempre la tiene tan mala, debe tener en cada una muchas legiones de demonios para combatir que no pasen de unas a otras y, como la pobre alma no lo entiende, por mil maneras nos hace trampantojos, lo que no puede tanto a las que están más cerca de donde está el rey, que aquí, como aún se están embebidas en el mundo y engolfadas en sus contentos y desvanecidas en sus honras y pretensiones, no tienen la fuerza los vasallos del alma (que son los sentidos y potencias) que Dios les dio de su natural, y fácilmente estas almas son vencidas, aunque anden con deseos de no ofender a Dios, y hagan buenas obras.

Las que se vieren en este estado han menester acudir a menudo, como pudieren, a Su Majestad, tomar a su bendita Madre por intercesora, y a sus Santos, para que ellos peleen por ellas, que sus criados poca fuerza tienen para se defender.

A la verdad, en todos estados es menester que nos venga de Dios. Su Majestad nos la dé por su misericordia, amén.

13. ¡Qué miserable es la vida en que vivimos! Porque en otra parte dije mucho del daño que nos hace, hijas, no entender bien esto de la humildad y propio conocimiento, no os digo más aquí, aunque es lo que más nos importa y aun plega al Señor haya dicho algo que os aproveche.