miércoles, 23 de noviembre de 2011

Libro: Nuestra Transformación en Cristo, El conocimiento de sí mismo

Este texto corresponde al capítulo III del libro "Nuestra Transformación en Cristo" de Dietrich Von Hildebrand.

Dietrich Von Hildebrand
Italia (1889-1977)

Fue un filósofo y escritor religioso, activista anti nazi.  Se convirtió al catolicismo en 1914.  Escribió muchas obras descubriendo la fe y moral del catolicismo.  Con sus muchos escritos filosóficos contribuyó al desarrollo de un personalismo cristiano rico, sobre todo por su énfasis en la trascendencia de la persona humana.






EL CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO

Hemos visto que la incondicional disposición a ser cambiado y el arrepentimiento constituyen los primeros fundamentos indispensables para alcanzar la meta a la que estamos llamados por la misericordia de Dios: la transformación en Cristo. El próximo paso decisivo en este camino es el pleno conocimiento de sí mismo.

Mientras no reconozcamos nuestras faltas, mientras no sepamos nada de ellas, no podemos superarlas realmente, ni con la mejor voluntad el mundo. Muchas veces encontramos personas que tienen muy buena voluntad para cambiar, pero que dirigen toda su atención a faltas meramente imaginarias, que luchan contra molinos de viento, y que dejan subsistir los verdaderos defectos tranquilamente. Este peligro está controlado en órdenes religiosas, porque la sincera voluntad de hacerse otro hombre en Jesucristo es encaminada por los superiores a los que se está sumiso, hacia los verdaderos peligros y faltas, aunque no hayan sido reconocidos todavía por sus dueños. El religioso o la religiosa empieza la lucha con su propia naturaleza dentro de la obediencia, se dirige contra las faltas que tiene que superar según la opinión de sus superiores, independientemente del grado de conocimiento personal que tenga de la existencia del defecto a combatir. He aquí una de las grandes ayudas que presta la vida religiosa al proceso de la verdadera transformación de cada miembro. Pero la auténtica transformación, el desarraigar y anular un defecto verdaderamente, el rebajar los montes y colinas y el llenar los valles, presupone, a pesar de todo, que reconozcamos nosotros mismo nuestras faltas. No debemos olvidar nunca, qué función fundamental tiene en toda la vida de nuestra alma el darnos cuenta como cada toma de posición presupone una toma de consciencia. Es cierto, en la mayoría de los casos sólo alcanzamos el verdadero conocimiento de nosotros mismos, cuando ya hemos comenzado a luchar dentro de la obediencia contra las faltas todavía no reconocidas. Pero si esta lucha ha de tener pleno éxito, es preciso que llegue el momento de reconocer las faltas desde dentro, porque sólo entonces puede acaecer el último escalón de superación.

Bajo el tema “conocimiento de sí mismo” se pueden entender logros muy dispares. Existe un verdadero conocimiento de sí mismo que es el supuesto de toda santificación, y un conocimiento falso e infecundo de sí mismo que nos enmaraña cada vez más en una actitud egocéntrica.

Nos encontramos con este último cuando nos autoanalizamos por interés puramente psicológico como si fuéramos espectadores. En el caso del falso conocimiento de sí mismo, la observación de nuestra naturaleza tiene lugar no bajo la espada justiciera del bien y del mal, sino de manera totalmente neutral como si analizáramos cualquier fenómeno natural. En este conocimiento de sí mismo queda suprimida la solidaridad con la propia naturaleza, de modo que nos observamos tal y como a otro hombre digno de curiosidad. Sólo que este interés curioso se acrecienta especialmente por el hecho de tratarse de la propia persona. Nos tratamos como si fuéramos una figura de novela y no nos sentimos de ninguna manera responsables (sic) de sus faltas. Es más: estas faltas, como veremos en seguida, ya no se captan a través de este enfoque, en su sentido y contenido específicamente morales. Hemos adoptado una actitud amoral que no puede tomar en cuenta adecuadamente la esencia de la propia persona, ni el hecho de que se trata en primer lugar de una persona, es decir, de un ser que sabe tomar posición sensatamente y es libre, que no se puede concebir separado de su orientación hacia Dios y hacia el mundo de los valores, como tampoco tiene en cuenta el hecho de que es precisamente de la propia persona que somos responsables.

En la base de tal conocimiento de uno mismo no se encuentra ninguna disposición a ser cambiado, y es por lo tanto totalmente estéril para todo progreso moral. Hombres que descubren sus faltas de esta manera neutral, puramente psicológica, no salen de esta constatación más capacitados para vencer sus defectos que antes. Al contrario, este conocimiento de uno mismo puramente neutral conduce más bien a acomodarse con estos defectos como si fueran normales. Por consiguiente se está más lejos aún de su superación que cuando nada se sabía sobre ellos. Se confiesan también abiertamente sin inhibiciones, pero no por humildad y profunda conciencia de culpabilidad, sino, porque los defectos se han convertido en una cuestión psicológicamente interesante, pero puramente neutral.

Este mismo tipo estéril y desmoralizante del conocimiento de sí mismo lo encontramos también en el “psicoanálisis”. El analizado se cree especialmente objetivo y carente de prejuicios, sumamente predispuesto a un conocimiento de sí mismo imparcial, porque ha eliminado todos los puntos de vista apreciativos y lo investiga todo sólo desde la perspectiva psicológica. En realidad, situándonos en esta posición puramente neutral, nos volvemos incapaces de un conocimiento de nosotros mismos adecuado y hondo. La verdadera naturaleza de nuestras actitudes y de sus raíces en nosotros sólo puede ser comprendida partiendo de una situación de diálogo entre sujeto y objeto, del carácter de respuesta de las posiciones que adoptamos. Tan pronto como eliminamos el contenido en significación y valor del lado del objeto, se nos cierra también la verdadera esencia de nuestras vivencias y de su origen. Para una observación inmanentemente psicológica queda inaccesible también la estructura intencional y llena de sentido de la vida superior de nuestra alma, y queda por lo tanto también insuficiente desde el punto de vista de un puro conocimiento de nuestra alma. Sólo desde el objeto que nos afecta y al que respondemos, se puede diagnosticar acertadamente la calidad de nuestra vivencia. Por aquel enfoque neutral todo se aplana y se priva de su dimensión profunda, todo lo que está impregnado de sentido se interpreta forzadamente de manera más y más puramente causal. La insuficiencia de este conocimiento de sí mismo, se manifiesta sobre todo en el hecho de no estar a la altura de la terapia de los males psíquicos. Pues ya que ni el diagnóstico puede pasarse sin la referencia al objeto, la superación de defectos mucho menos todavía, aún considerándolos ´solo desde el punto de vista de un trastorno psíquico. Pero sobre todo no se considera lo decisivo: si una cualidad, un enfoque, una actitud es valiosa y puede sostenerse ante el rostro de Dios o no, cuestión cuyo conocimiento es esencial para nosotros. Por aquel enfoque neutral quitamos la seriedad a toda la situación; la terrible cuestión llena de responsabilidad, si con nuestra actitud estamos dentro del orden divino o si ofendemos a Dios, se malinterpreta hacia un asunto psicológicamente interesante. De un conocimiento de sí mismo sin arrepentimiento ni conciencia de culpa, no puede surgir ímpetu para la superación de lo no válido en nosotros.

El único conocimiento de sí mismo fecundo y verídico nace de la confrontación con Dios. Primero tenemos que mirar a Dios, a Su insondable gloria, y luego preguntarnos: “¿Quién eres Tú y quién soy yo?” Debemos decir con San Agustín: “Noverim Te, noverim me.” = “Si pudiese conocerte a Ti, me conocería a mi”. Sólo mediante el conocimiento de nuestra situación metafísica, a la luz de nuestro destino final y nuestra vocación, nos podremos conocer adecuadamente a nosotros mismo. Sólo la luz de Dios y Su llamada dirigida a nosotros abren nuestros ojos a todas nuestras deficiencias y faltas, nos enseñan la distancia entre lo que debiéramos ser y lo que somos.

Tal consideración de nuestro propio ser, sí, que se sostiene en una profunda seriedad y se distingue totalmente de todas las variaciones de un autoanálisis puramente psicológico. La propia naturaleza no se considera como una realidad inalterable, como algo airoso con lo cual nos enfrentamos sin responsabilidad, sino como un algo modificable de cuya calidad somos responsables. Y este tipo de conocimiento de sí mismo presupone que estamos dispuestos a cambiar. El interés en saber cómo se es, significa aquí una consecuencia de la voluntad de hacerse un hombre nuevo en Cristo. Ninguna curiosidad, ningún girar egocéntrico alrededor de la propia persona cabe aquí. Por amor a Dios deseamos transformarnos en otro hombre, y por el afán de ser otro, queremos saber, dónde nos encontramos actualmente. Sólo esta solemne confrontación con Dios que viene atravesando de modo singular la liturgia de la Iglesia, nos hace verdaderamente perspicaces en la captación de valores y nos muestra implacablemente nuestros defectos. Nunca la podemos realizar como espectadores que no participan. Presupone una actitud fundamente de arrepentimiento, engendra a su vez arrepentimiento necesariamente y tiene su resonancia en el Confiteor.

Este conocimiento de sí mismo no es, al contrario de lo que sucede con el falso, destructor, sino fecundo. Como tiene su fundamento en la disposición a cambiar, todo reconocimiento de un defecto conlleva un impulso hacia su superación. Por muy doloroso que sea reconocer lo oscuro en nosotros: no es nunca opresor, deprimente como el conocimiento de sí mismo puramente natural. Pues en primer lugar hace feliz penetrar más profundamente en la verdad. Cuanto más ahondamos en la verdad, tanto más cerca estamos de Dios que es la fuente de toda verdad, la Verdad misma. Al desvanecerse las ilusiones sobre uno mismo, al despertarnos de nuestros autoengaños, al superar el agarrotamiento de no querer ver muchas cosas, ya hacemos un gran progreso, ya subimos un nuevo escalón hacia la libertad. Esta liberación de nuestro orgullo que siempre trata de engañarnos, es algo que nos hace felices y nos eleva.

Y cuando nos anima la total disposición a cambiar, también debemos sentirnos felices al saber dónde tenemos que empezar. Experimentamos el conocimiento de nosotros mismo como el primer paso de nuestra mutación, porque nos damos cuenta a través de él, dónde se halla el enemigo que es preciso vencer. ¡Cuánta buena voluntad, invertida sin efecto!, ¡cuánta energía disipada!, ¡cuánto tiempo perdido!, si luchamos contra molinos de viento y buscamos nuestros defectos en lugares equivocados. Muchos se creen que tienen que buscar los principales peligros donde en realidad nada nos amenaza y pasan de largo ante los riesgos verdaderos. Si nuestros ojos se abren ante los verdaderos peligros, cuando Dios nos enseña dónde tenemos que reñir la batalla, entonces tenemos que considerarlos todo como un gran regalo de la gracia de Dios. Deberíamos besar las manos de aquellos que vienen a destruir despiadadamente las falsas ilusiones sobre nosotros mismo. Cuántas veces nos creemos por ejemplo que el entusiasmo por una virtud significa la posesión de la misma. La obediencia nos parece “par distance” como algo grande y magnífico, y estamos convencidos de que nos hallamos verdaderamente dispuestos a practicar esta virtud, cuando nos falta aún, para alcanzarla, recorrer un camino largo y trabajoso. O la humildad arde en nuestro corazón en toda su victoriosa y conmovedora belleza y por ello creemos que ya somos humildes. Confundimos ciertos aspectos interiores con la plena realidad de una virtud. Ciertamente, un tal entusiasmo ya es algo excelente y un primer impulso, pero no es aún la posesión real de esta virtud. El quebrantarse esta ilusión resulta doloroso para nuestra naturaleza, pero al mismo tiempo tiene que llenar nuestro corazón con santa alegría, porque Dios nos ha librado con ello y hemos dado un paso importante en el camino de la verdadera adquisición de esta virtud.

¿Pero no tiene que asaltarnos un desaliento temeroso al penetrar nuestras miradas en los propios abismos, en nuestra oscuridad y nuestros fallos? ¿No desfallecerán nuestras fuerzas, nuestro impulso al ver cuán lejos nos hallamos aún de la meta, cuánto más bajo es nuestro nivel alcanzado de lo que creíamos? ¿No descorazonaremos a un hombre, si le decimos toda la verdad sobre sus abismos y debilidades? Es verdad, aún el conocimiento de sí mismo efectuado ante Dios puede llevar a un tal desánimo y desaliento, si seguimos en lo demás en una actitud natural. Pero para el verdadero cristiano, que vive desde la fe, el conocimiento de sí mismo no puede jamás conducir a una tal desesperación desanimada y desalentada, a un hundimiento bajo el peso de los propios pecados. Pues está perfectamente seguro de que Dios quiere su santificación, que Jesucristo “en quien encontramos nuestra salvación y en su sangre el perdón de nuestras culpas” (Col 1, 14), le ha llamado y ha posado sobre él su mano y dice respecto a todos sus pecados y oscuridades con Santo Tomás de Aquino: “Pie pelicane, Jesu Domine, me immundum munda tuo sanguine.” = “Piadoso pelícano, Jesucristo Señor mío, a mi impuro, purifícame con Tu sangre” (ritmo de Santo Tomás de Aquino). Sabe muy bien que por sí mismo nada puede, y que con Jesucristo lo puede todo. Con sus propias fuerzas no está llamado a tender un puente sobre el abismo que le separa de Dios, si Cristo no lo lleva en brazos, y está dispuesto a seguirle sin reserva. Ninguna oscuridad es tan tupida que Su luz no la pueda iluminar e incluso transformar en radiante esplendor. “Quia tenebrae non obscurbuntur a te, et nox sicut diez illuminabitur.” = “Pues ante Ti la oscuridad no es oscura y la noche es clara como el día” (Sal 138, 11).

El verdadero conocimiento de sí mismo es un supuesto indispensable para el que quiere ser tranformado en Jesucristo. Tiene que sentirse lleno de un verdadero afán de reconocerse ante Dios lo que es, de despertarse de todas la ilusiones y engaños sobre sí mismo y de descubrir todas sus debilidades especiales y sus faltas. Debe seguir la invitación de Santa Catalina de Siena: “Entriamo nella cella del conoscimento di noi” = “Entremos en la celda del conocimiento de nosotros mismos”. Pero no debe creer jamás que el conocimiento de sí mismo va a serle algo fácil y que –tan pronto como abrigue el deseo de conocerse a sí mismo- todas sus faltas van a volverse manifiestas sin más. En saludable desconfianza hacia sí mismo tiene que aceptar que está todavía enzarzado en muchas ilusiones y tiene que rezar: “Ab ocultis meis munda me.” = “De mis faltas ocultas límpiame”. Sólo la obediencia al director espiritual o, en su caso, a los superiores religiosos nos puede llevar al verdadero conocimiento de nosotros mismos y a la libertad que conlleva. Tenemos que ser conscientes de que para el verdadero conocimiento de nosotros mismos precisamos de la ayuda de los demás. Conocemos aquellas palabras del Señor sobre la brizna en el ojo del hermano y la viga en el propio y sabemos, mientras nos apoyamos exclusivamente en el propio conocimiento de nosotros mismos, que quedamos expuestos a la ceguera del hombre caído respecto de sí mismo y que no podemos prescindir de la mirada más objetiva del director espiritual, de los superiores instalados por Dios o de amigos espirituales, para alcanzar un verdadero conocimiento de la propia naturaleza. Pero por mucho que tengamos que acudir a la ayuda de Dios y del prójimo para conocernos realmente, hay algo que sólo lo podemos contribuir nosotros mismos: la voluntad incondicionada de morirnos a nosotros mismos, de transformarnos en hombres nuevos en Cristo y el afán que deriva de todo esto de conocernos como somos de verdad. Y es por este mismo afán que rezamos: “Domine, ut videam.” = “Señor, ¡haz que pueda ver!” (Lc 18,41).

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por compartir tus ideas.