sábado, 31 de agosto de 2013

Libro: Para ser cristiano, el conocimiento de si mismo

El libro del padre Lorda "Para ser cristiano" es un tratado que contiene un esquema breve pero completo de las virtudes cristianas y de los principales misterios de la fe.  Herramienta básica para el que busca el camino de perfección, la santidad.  Dedica el tercer capítulo al conocimiento de sí mismo.  Aquí lo transcribimos.  El libro está disponible para descargar en: http://www.librosopusdei.com/para-ser-cristiano-juan-luis-lorda/  puede leerse con la ayuda del software Isilo.

(España, 1955 -) 
Es ingeniero industrial, sacerdote y Doctor en Teología por la Universidad de Navarra. En la actualidad es profesor de Antropología y Teología de la citada Universidad.  Sus áreas de trabajo e interés son: antropología teológica o idea cristiana del hombre; la antropología de Juan Pablo II y el pensamiento personalista; el humanismo cristiano en la Historia; y la idea y las expresiones de la filosofía cristiana. Colabora en la Parroquia de San Nicolás, de Pamplona.


El conocimiento de si mismo

Sobre la puerta gigantesca del templo de Apolo en Delfos (una de las maravillas del mundo antiguo) se podía leer una inscripción que era como el resumen de toda la sabiduría clásica: "conócete a ti mismo". Y por sorprendente que esto pueda parecer en una época como la nuestra, en que está de moda un lema parecido "encontrarse a sí mismo", aquella máxima no se refería tanto a descubrir las grandezas de la propia personalidad, cuanto a tomar conciencia de sus serias limitaciones.

La sabiduría de la vida había enseñado a aquellos griegos que querían amarla, qué gran don es conocerse tal como uno es, sin dejarse llevar de los excesos a que todos estamos inclinados cuando nos juzgamos. Se ha dicho que el mayor negocio del mundo sería comprar a los hombres por lo que valen y venderlos por lo que creen valer: los beneficios serían enormes, porque la vanidad tiende siempre a ponernos por encima de nuestra realidad. De esto se siguen -cuando los demás no aciertan a aceptar esa superioridad- agravios, rencores, tristezas, iras, venganzas insolencias, disputas...; en una palabra, casi todos los motivos que quiebran la paz de las familias, de las comunidades y de los estados. Casi todos los litigios tienen que ver con que hay hombres que se han sentido peor tratados de los que creían merecer. Mientras que esa ceguera respecto a lo propio es un perenne motivo de discordia, el propio conocimiento es el mejor camino para comprender a los demás.

El gran campo de experimentación en que los hombres aprendemos a valorar las reacciones humanas, a investigar sus causas, a intuir los sentimientos que se ponen en juego, es el de nuestra propia experiencia interior. Quien ha experimentado el dolor, entiende al que se duele; quien ha sufrido un revés de la fortuna, sabe loq ue es estar triste; quien se ha sentido abandonado, comprende la soledad. Y lo mismo sucede con toda la riquísima gama de sentimientos que pueden ocupar el corazón humano. A medida que uno se conoce mejor, se hace más capaz de comprender a los demás, porque "sabe" lo que les sucede.

En dos sentidos es un tesoro el propio conocimiento: para comprender a los demás y para -como decimos castizamente en español- "saber estar en su sitio". Por eso, el propio conocimiento es el gran principio de las relaciones de convivencia. Nos sitúa en el ambiente en que nos movemos, y nos da una capacidad de comprender y una interioridad que compartir. Este es el soporte necesario para establecer relaciones justas con los demás, para apreciarles y comprenderles, y para hacer amistad.

Sin embargo, lo más importante del conocimiento propio es que resulta indispensable para tratar a Dios. Delante de Dios, todos somos muy pequeños, y sólo el que se reconoce pequeño está en disposición de poder tratarle. Es una constante en la vida de los santos (se repite con una rara regularidad), que se han sentido más indignos de Dios a medida que realmente estaban más cerca de El. Su amor a creciente Dios les llevaba a con mayor finura cuáles eran los aspectos en que no le eran fieles.

El conocimiento más perfecto de la infinita grandeza de Dios va unido al reconocimiento más preciso de la propia miseria; de tal manera que el reconocimiento de las propias limitaciones es como un presupuesto necesario para alcanzar a Dios. Pascal quiso hacer de esto uno de los ejes de su método apologético con el que quería acercar a Dios a los hombres de su tiempo. Y es que el sentido del pecado (de la propia indignidad) y el sentido de Dios, van de la mano. Donde se ha difuminado el sentido del pecado, allí se desvanece el sentido de Dios: no se ve a Dios porque no se ven las miserias que nos lo ocultan: se produce (en frase de Buber) "el eclipse de Dios".

Para romper esa costra de superficialidad cegadora es necesario ahondar en el propio conocimiento. "Conocimiento de sí (dice San Juan de la Cruz) es el primer paso que tiene que dar el alma para llegar al conocimiento de Dios" (Cántico espiritual, 4,1). Hay que conocerse y, además, hay que conocerse como lo que somos: como hombres que cometen errores. Nada aparta más a de Dios que el no ser capaz de reconocer ante El nuestras limitaciones. Ese es el sentido que Jesucristo quiso dar a a una de sus parábolas más bellas: la del fariseo y el publicano. "Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos, teniéndose por justos y despreciaban a los demás: Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo, y el otro publicano. El fariseo, quedándose de pie, oraba para sus adentros: Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que poseo. Pero el publicano, quedándose lejos, ni siquiera se atrevía a levantar sus ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador. Os digo que éste bajó justificado a su casa y aquél no (Lc 18, 9-13).

Todo hace pensar que aquel fariseo de la parábola ayunaba realmente dos veces por semana y pagaba con escrúpulo sus diezmos. Sin embargo, subió al templo a cantar su gloria en lugar de la de Dios. En consecuencia, bajó a su casa como había subido: sin haber encontrado a Dios, porque no le buscaba en realidad. El publicano, en cambio, sería efectivamente un pecador, tendría motivos verdaderos para sentirse así, pero se arrepiente delante de Dios y se encuentra con El. Cuando el hombre se pone en su sitio, encuentra a Dios en el suyo.

No es malo advertir las realidades buenas que hay en nuestra vida, pero no pueden llevarnos a la vanidad del fariseo. Conocer los talentos que Dios nos ha dado nos debe llevar a agradecerlos y a sentir la responsabilidad de sacarles el provecho que Dios espera de ellos. Pues como se detalla en la parábola de los talentos (Lc 25, 14-30) a quien se le dieron dos se le exige que negocie y gane dos más, a quien uno, no, pero a quien cinco, cinco: y el Señor anuncia que "al que se le ha dado mucho se le exigirá mucho y a quien se le confió mucho se le pedirá más" (Lc 12, 48). Así resulta que un adecuado conocimiento de los dones de Dios en nuestra vida, no sólo no lleva al envanecimiento, sino que es un acicate por servir mejor a Dios y una responsabilidad que da nuevos motivos para arrepentirse. En realidad, es lo que sucede en la vida de los antos, que son conscientes de las muchas maravillas que Dios ha puesto en sus vidas, pero lamentan no haber sido suficientemente fieles, y piensan humildemente que otros, con las mismas gracias de Dios, hubieran hecho mucho más.

El propio conocimiento es indispensable en este camino de la ascética en el que pretendemos llegar a la cima del amor de Dios. ¿Cómo podríamos subir una montaña sin saber dónde estamos, que pertrechos llevamos con nosotros, con qué medios y fuerzas contamos para llegar a la meta? Cada paso adelante requiere un pequeño contraste para saber si vamos por el camino adecuado o nos alejamos de él. Avanzar mucho pero por un camino equivocado, sería un gran fracaso, tanto mayor cuanto más nos hubiésemos esforzado en caminar.

En casi todas las actividades importantes de la vida -el comercio, el deporte, la política, etc.-, se requieren un control para saber qué está pasando. También sucede esto en nuestra vida cristiana, en el empeño que ponemos en ir llegando a Dios. Sólo que, en este caso, el control no puede limitarse a la mera cuenta de las pérdidas y ganancias, de los avances y retrocesos, porque lo que está en juego no es una materia aséptica -algo que se compra y se vende, o una habilidad deportiva o la mayor o menor popularidad pública-, sino nuestro amor de Dios. Las ganancias son dones del amor divino que hay que agradecer como se agradecen los detalles del ser queridos; y las pérdidas son faltas de correspondencia, deslealtades -grandes o pequeñas- por las que hay que pedir perdón y procurar compensar.

Este es el sentido de una práctica muy antigua y muy necesaria de la vida ascética: el examen de conciencia (de S. Ignacio, S. Sulpicio, S. Francisco de Sales) pero no se trata de algo complejo: es muy sencillo. Basta pensar un momento que estamos delante de Dios y que este examen lo queremos hacer con las luces que El mismo nos dé. Pedimos su ayuda, y luego repasamos mentalmente cómo ha ido nuestro día. Nos puede servir repasarlo hora por hora, o bien examinamos por temas. Hay muchas posibilidades diversas: cómo ha ido el trabajo, la oración, el trato con los demás; cómo he obrado de pensamiento, palabra y obra; cómo han ido mis deberes con Dios, con el prójimo, conmigo mismo, etc.

El fundador del Opus Dei recomendaba a veces un examen muy simple: qué he hecho bien, y doy gracias a Dios por eso; qué he hecho mal, y pido perdón por lo que he faltado; qué podría haber hecho mejor y saco una pequeña decisión o propósito de mejor para el día siguiente.

El método no es muy importante, aunque puede ayudar, lo importante es el deseo de llegar a lo concreto y pedir perdón: no basta sentirse genéticamente pecadores. Es necesario conocer cuáles son las manifestaciones concretas de nuestros pecados y faltas de amor de Dios; porque hemos de pedir perdón por ellos y no podremos corregirlos si no los vemos. Conviene descubrir cada días lo detalles de pereza que han estorbado nuestro deberes, las faltas de atención con los demás, los compromisos pequeños o grandes de nuestra sensualidad, los excesos en el hablar, en el comer, etc. Y en muchos casos no basta reconocer superficialmente algo malo, sino que debemos llegar a saber el por qué de aquellos malhumores, de una respuesta desabrida de un descuido frecuente, de una apatía que nos detiene, de las reacciones de disgusto, de las respuestas airadas, de las faltas de fruto apostólico, etc. No es que esa investigación pueda llevarnos a grandes descubrimientos. La mayor parte de las veces tendremos que concluir que nuestras faltas se deben a nuestra soberbia a nuestra pereza o nuestra sensualidad (los tres grandes frentes de la vida ascética). Pero importa mucho reconocerlo en concreto y avergonzarse un poco delante de Dios y de nosotros mismos por ello.
Después de haberse puesto en presencia de Dios y de haber examinado el día, viene el momento más importante del examen, que es el arrepentimiento; el dolor de haber maltratado de un modo u otro el amor de Dios: "Ten piedad, Señor, según tu amor y por tu inmensa ternura borra mi delito, lávame a fondo de mi culpa y purifícame de mi pecado. Pues yo reconozco mi delito, y mi pecado está sin cesar delante de Ti. Contra ti, sólo contra ti he pecado y he cometido lo aborrecible ante tus ojos" (Sal 51, 3-4). El arrepentimiento vendrá enseguida si el examen lo hemos hecho bien y en presencia de Dios. Y el fruto más elocuente del arrepentimiento es el propósito de evitar que aquello se repita. Así va naciendo un esfuerzo eficaz por servir mejor a Dios.

Esa práctica es tan importante que, a medida que se asciende en la montaña, se hace imprescindible. Y, como sucede en las grandes escaladas no es lo mismo estar en la falda de la montaña que ya bastante avanzados. Cuanto más arriba se está, más delicado es avanzar bien, corrigiendo pronto los errores. Un examen de conciencia bien hecho ayuda a caminar con seguridad, mientras que un examen de conciencia mal hecho puede traer consigo graves consecuencias, a medida que nos acostumbramos a tratar el amor de Dios de cualquier manera. El amor es una cosa muy delicada; es muy fuerte, porque empuja al heroísmo, pero muy sensible porque se enfría enseguida con la negligencia y el descuido. Y el amor de Dios es especialmente delicado y exigente: "Examínate (recomienda San Agustín) y no te contentes con lo que eres, si quieres llegar a lo que todavía no eres. Porque en cuanto te complaces de tí mismo, allí te detuviste. Si dices basta, estás perdido" (Sermón 169).

Un examen bien llevado nos conducirá a un profundo conocimiento de nosotros mismos, a una sencilla y convencida humildad, a un hondo agradecimiento a Dios por los muchos bienes que nos da. Nos enseñará a tratarnos a nosotros mismos con cierta dureza y a llenarnos de comprensión a la hora de juzgar a los demás. Nos dará mucha experiencia de los resortes de la vida humana y nos permitirá aconsejar, animar y ayudar a otros. Y sobre todo nos dará cada día un mayor empuje para amar a Dios apasionada y eficazmente.

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