sábado, 31 de diciembre de 2011

Homilía: Pistas y caminos para conocer el propio corazón

Esta es una homilía de Fray Nelson Medina O.P. que nos presenta una herramienta para examinar nuestro "corazón".  Conocer cómo somos.  Consiste en hacernos tres preguntas.  Es un modo muy sencillo de irnos conociendo y considero que es un buen punto para iniciar este camino de autoconocimiento.  

Fray Nelson Medina O.P.











miércoles, 14 de diciembre de 2011

Espectáculo: Embalada

Esta es una aguda reflexión artística sobre una persona que busca su lugar en el mundo.  Para mí está llena de símbolos y sugerencias.  Con una pregunta: ¿este es mi lugar? emprende una búsqueda de adónde pertenece.  Sólo descubre su lugar como resultado de su búsqueda.  Su lugar está en ella misma.

Marina Barbera (Martita Saldutti - Personaje)
Argentina

Es una artista del género clown.  Ha presentado diferentes espectáculos: "Hoja en blanco, quiero ser", "Soñata", "El Intento", "Cenicienta", "Los caballeros de la Mesa Ratona", "Obelatalisco","Doña Ramona" entre otros y en 2007 "Parece ser que me fui", que ganó los premios Teatros del Mundo en actuación femenina, dirección, música original y fotografía teatral.  Forma parte de Los Papota Payasos Grup y de Clowns No Perecederos.  Dicta talleres anuales e intensivos de Clown desde 2001.



Embalada

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Libro: Nuestra Transformación en Cristo, El conocimiento de sí mismo

Este texto corresponde al capítulo III del libro "Nuestra Transformación en Cristo" de Dietrich Von Hildebrand.

Dietrich Von Hildebrand
Italia (1889-1977)

Fue un filósofo y escritor religioso, activista anti nazi.  Se convirtió al catolicismo en 1914.  Escribió muchas obras descubriendo la fe y moral del catolicismo.  Con sus muchos escritos filosóficos contribuyó al desarrollo de un personalismo cristiano rico, sobre todo por su énfasis en la trascendencia de la persona humana.






EL CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO

Hemos visto que la incondicional disposición a ser cambiado y el arrepentimiento constituyen los primeros fundamentos indispensables para alcanzar la meta a la que estamos llamados por la misericordia de Dios: la transformación en Cristo. El próximo paso decisivo en este camino es el pleno conocimiento de sí mismo.

Mientras no reconozcamos nuestras faltas, mientras no sepamos nada de ellas, no podemos superarlas realmente, ni con la mejor voluntad el mundo. Muchas veces encontramos personas que tienen muy buena voluntad para cambiar, pero que dirigen toda su atención a faltas meramente imaginarias, que luchan contra molinos de viento, y que dejan subsistir los verdaderos defectos tranquilamente. Este peligro está controlado en órdenes religiosas, porque la sincera voluntad de hacerse otro hombre en Jesucristo es encaminada por los superiores a los que se está sumiso, hacia los verdaderos peligros y faltas, aunque no hayan sido reconocidos todavía por sus dueños. El religioso o la religiosa empieza la lucha con su propia naturaleza dentro de la obediencia, se dirige contra las faltas que tiene que superar según la opinión de sus superiores, independientemente del grado de conocimiento personal que tenga de la existencia del defecto a combatir. He aquí una de las grandes ayudas que presta la vida religiosa al proceso de la verdadera transformación de cada miembro. Pero la auténtica transformación, el desarraigar y anular un defecto verdaderamente, el rebajar los montes y colinas y el llenar los valles, presupone, a pesar de todo, que reconozcamos nosotros mismo nuestras faltas. No debemos olvidar nunca, qué función fundamental tiene en toda la vida de nuestra alma el darnos cuenta como cada toma de posición presupone una toma de consciencia. Es cierto, en la mayoría de los casos sólo alcanzamos el verdadero conocimiento de nosotros mismos, cuando ya hemos comenzado a luchar dentro de la obediencia contra las faltas todavía no reconocidas. Pero si esta lucha ha de tener pleno éxito, es preciso que llegue el momento de reconocer las faltas desde dentro, porque sólo entonces puede acaecer el último escalón de superación.

Bajo el tema “conocimiento de sí mismo” se pueden entender logros muy dispares. Existe un verdadero conocimiento de sí mismo que es el supuesto de toda santificación, y un conocimiento falso e infecundo de sí mismo que nos enmaraña cada vez más en una actitud egocéntrica.

Nos encontramos con este último cuando nos autoanalizamos por interés puramente psicológico como si fuéramos espectadores. En el caso del falso conocimiento de sí mismo, la observación de nuestra naturaleza tiene lugar no bajo la espada justiciera del bien y del mal, sino de manera totalmente neutral como si analizáramos cualquier fenómeno natural. En este conocimiento de sí mismo queda suprimida la solidaridad con la propia naturaleza, de modo que nos observamos tal y como a otro hombre digno de curiosidad. Sólo que este interés curioso se acrecienta especialmente por el hecho de tratarse de la propia persona. Nos tratamos como si fuéramos una figura de novela y no nos sentimos de ninguna manera responsables (sic) de sus faltas. Es más: estas faltas, como veremos en seguida, ya no se captan a través de este enfoque, en su sentido y contenido específicamente morales. Hemos adoptado una actitud amoral que no puede tomar en cuenta adecuadamente la esencia de la propia persona, ni el hecho de que se trata en primer lugar de una persona, es decir, de un ser que sabe tomar posición sensatamente y es libre, que no se puede concebir separado de su orientación hacia Dios y hacia el mundo de los valores, como tampoco tiene en cuenta el hecho de que es precisamente de la propia persona que somos responsables.

En la base de tal conocimiento de uno mismo no se encuentra ninguna disposición a ser cambiado, y es por lo tanto totalmente estéril para todo progreso moral. Hombres que descubren sus faltas de esta manera neutral, puramente psicológica, no salen de esta constatación más capacitados para vencer sus defectos que antes. Al contrario, este conocimiento de uno mismo puramente neutral conduce más bien a acomodarse con estos defectos como si fueran normales. Por consiguiente se está más lejos aún de su superación que cuando nada se sabía sobre ellos. Se confiesan también abiertamente sin inhibiciones, pero no por humildad y profunda conciencia de culpabilidad, sino, porque los defectos se han convertido en una cuestión psicológicamente interesante, pero puramente neutral.

Este mismo tipo estéril y desmoralizante del conocimiento de sí mismo lo encontramos también en el “psicoanálisis”. El analizado se cree especialmente objetivo y carente de prejuicios, sumamente predispuesto a un conocimiento de sí mismo imparcial, porque ha eliminado todos los puntos de vista apreciativos y lo investiga todo sólo desde la perspectiva psicológica. En realidad, situándonos en esta posición puramente neutral, nos volvemos incapaces de un conocimiento de nosotros mismos adecuado y hondo. La verdadera naturaleza de nuestras actitudes y de sus raíces en nosotros sólo puede ser comprendida partiendo de una situación de diálogo entre sujeto y objeto, del carácter de respuesta de las posiciones que adoptamos. Tan pronto como eliminamos el contenido en significación y valor del lado del objeto, se nos cierra también la verdadera esencia de nuestras vivencias y de su origen. Para una observación inmanentemente psicológica queda inaccesible también la estructura intencional y llena de sentido de la vida superior de nuestra alma, y queda por lo tanto también insuficiente desde el punto de vista de un puro conocimiento de nuestra alma. Sólo desde el objeto que nos afecta y al que respondemos, se puede diagnosticar acertadamente la calidad de nuestra vivencia. Por aquel enfoque neutral todo se aplana y se priva de su dimensión profunda, todo lo que está impregnado de sentido se interpreta forzadamente de manera más y más puramente causal. La insuficiencia de este conocimiento de sí mismo, se manifiesta sobre todo en el hecho de no estar a la altura de la terapia de los males psíquicos. Pues ya que ni el diagnóstico puede pasarse sin la referencia al objeto, la superación de defectos mucho menos todavía, aún considerándolos ´solo desde el punto de vista de un trastorno psíquico. Pero sobre todo no se considera lo decisivo: si una cualidad, un enfoque, una actitud es valiosa y puede sostenerse ante el rostro de Dios o no, cuestión cuyo conocimiento es esencial para nosotros. Por aquel enfoque neutral quitamos la seriedad a toda la situación; la terrible cuestión llena de responsabilidad, si con nuestra actitud estamos dentro del orden divino o si ofendemos a Dios, se malinterpreta hacia un asunto psicológicamente interesante. De un conocimiento de sí mismo sin arrepentimiento ni conciencia de culpa, no puede surgir ímpetu para la superación de lo no válido en nosotros.

El único conocimiento de sí mismo fecundo y verídico nace de la confrontación con Dios. Primero tenemos que mirar a Dios, a Su insondable gloria, y luego preguntarnos: “¿Quién eres Tú y quién soy yo?” Debemos decir con San Agustín: “Noverim Te, noverim me.” = “Si pudiese conocerte a Ti, me conocería a mi”. Sólo mediante el conocimiento de nuestra situación metafísica, a la luz de nuestro destino final y nuestra vocación, nos podremos conocer adecuadamente a nosotros mismo. Sólo la luz de Dios y Su llamada dirigida a nosotros abren nuestros ojos a todas nuestras deficiencias y faltas, nos enseñan la distancia entre lo que debiéramos ser y lo que somos.

Tal consideración de nuestro propio ser, sí, que se sostiene en una profunda seriedad y se distingue totalmente de todas las variaciones de un autoanálisis puramente psicológico. La propia naturaleza no se considera como una realidad inalterable, como algo airoso con lo cual nos enfrentamos sin responsabilidad, sino como un algo modificable de cuya calidad somos responsables. Y este tipo de conocimiento de sí mismo presupone que estamos dispuestos a cambiar. El interés en saber cómo se es, significa aquí una consecuencia de la voluntad de hacerse un hombre nuevo en Cristo. Ninguna curiosidad, ningún girar egocéntrico alrededor de la propia persona cabe aquí. Por amor a Dios deseamos transformarnos en otro hombre, y por el afán de ser otro, queremos saber, dónde nos encontramos actualmente. Sólo esta solemne confrontación con Dios que viene atravesando de modo singular la liturgia de la Iglesia, nos hace verdaderamente perspicaces en la captación de valores y nos muestra implacablemente nuestros defectos. Nunca la podemos realizar como espectadores que no participan. Presupone una actitud fundamente de arrepentimiento, engendra a su vez arrepentimiento necesariamente y tiene su resonancia en el Confiteor.

Este conocimiento de sí mismo no es, al contrario de lo que sucede con el falso, destructor, sino fecundo. Como tiene su fundamento en la disposición a cambiar, todo reconocimiento de un defecto conlleva un impulso hacia su superación. Por muy doloroso que sea reconocer lo oscuro en nosotros: no es nunca opresor, deprimente como el conocimiento de sí mismo puramente natural. Pues en primer lugar hace feliz penetrar más profundamente en la verdad. Cuanto más ahondamos en la verdad, tanto más cerca estamos de Dios que es la fuente de toda verdad, la Verdad misma. Al desvanecerse las ilusiones sobre uno mismo, al despertarnos de nuestros autoengaños, al superar el agarrotamiento de no querer ver muchas cosas, ya hacemos un gran progreso, ya subimos un nuevo escalón hacia la libertad. Esta liberación de nuestro orgullo que siempre trata de engañarnos, es algo que nos hace felices y nos eleva.

Y cuando nos anima la total disposición a cambiar, también debemos sentirnos felices al saber dónde tenemos que empezar. Experimentamos el conocimiento de nosotros mismo como el primer paso de nuestra mutación, porque nos damos cuenta a través de él, dónde se halla el enemigo que es preciso vencer. ¡Cuánta buena voluntad, invertida sin efecto!, ¡cuánta energía disipada!, ¡cuánto tiempo perdido!, si luchamos contra molinos de viento y buscamos nuestros defectos en lugares equivocados. Muchos se creen que tienen que buscar los principales peligros donde en realidad nada nos amenaza y pasan de largo ante los riesgos verdaderos. Si nuestros ojos se abren ante los verdaderos peligros, cuando Dios nos enseña dónde tenemos que reñir la batalla, entonces tenemos que considerarlos todo como un gran regalo de la gracia de Dios. Deberíamos besar las manos de aquellos que vienen a destruir despiadadamente las falsas ilusiones sobre nosotros mismo. Cuántas veces nos creemos por ejemplo que el entusiasmo por una virtud significa la posesión de la misma. La obediencia nos parece “par distance” como algo grande y magnífico, y estamos convencidos de que nos hallamos verdaderamente dispuestos a practicar esta virtud, cuando nos falta aún, para alcanzarla, recorrer un camino largo y trabajoso. O la humildad arde en nuestro corazón en toda su victoriosa y conmovedora belleza y por ello creemos que ya somos humildes. Confundimos ciertos aspectos interiores con la plena realidad de una virtud. Ciertamente, un tal entusiasmo ya es algo excelente y un primer impulso, pero no es aún la posesión real de esta virtud. El quebrantarse esta ilusión resulta doloroso para nuestra naturaleza, pero al mismo tiempo tiene que llenar nuestro corazón con santa alegría, porque Dios nos ha librado con ello y hemos dado un paso importante en el camino de la verdadera adquisición de esta virtud.

¿Pero no tiene que asaltarnos un desaliento temeroso al penetrar nuestras miradas en los propios abismos, en nuestra oscuridad y nuestros fallos? ¿No desfallecerán nuestras fuerzas, nuestro impulso al ver cuán lejos nos hallamos aún de la meta, cuánto más bajo es nuestro nivel alcanzado de lo que creíamos? ¿No descorazonaremos a un hombre, si le decimos toda la verdad sobre sus abismos y debilidades? Es verdad, aún el conocimiento de sí mismo efectuado ante Dios puede llevar a un tal desánimo y desaliento, si seguimos en lo demás en una actitud natural. Pero para el verdadero cristiano, que vive desde la fe, el conocimiento de sí mismo no puede jamás conducir a una tal desesperación desanimada y desalentada, a un hundimiento bajo el peso de los propios pecados. Pues está perfectamente seguro de que Dios quiere su santificación, que Jesucristo “en quien encontramos nuestra salvación y en su sangre el perdón de nuestras culpas” (Col 1, 14), le ha llamado y ha posado sobre él su mano y dice respecto a todos sus pecados y oscuridades con Santo Tomás de Aquino: “Pie pelicane, Jesu Domine, me immundum munda tuo sanguine.” = “Piadoso pelícano, Jesucristo Señor mío, a mi impuro, purifícame con Tu sangre” (ritmo de Santo Tomás de Aquino). Sabe muy bien que por sí mismo nada puede, y que con Jesucristo lo puede todo. Con sus propias fuerzas no está llamado a tender un puente sobre el abismo que le separa de Dios, si Cristo no lo lleva en brazos, y está dispuesto a seguirle sin reserva. Ninguna oscuridad es tan tupida que Su luz no la pueda iluminar e incluso transformar en radiante esplendor. “Quia tenebrae non obscurbuntur a te, et nox sicut diez illuminabitur.” = “Pues ante Ti la oscuridad no es oscura y la noche es clara como el día” (Sal 138, 11).

El verdadero conocimiento de sí mismo es un supuesto indispensable para el que quiere ser tranformado en Jesucristo. Tiene que sentirse lleno de un verdadero afán de reconocerse ante Dios lo que es, de despertarse de todas la ilusiones y engaños sobre sí mismo y de descubrir todas sus debilidades especiales y sus faltas. Debe seguir la invitación de Santa Catalina de Siena: “Entriamo nella cella del conoscimento di noi” = “Entremos en la celda del conocimiento de nosotros mismos”. Pero no debe creer jamás que el conocimiento de sí mismo va a serle algo fácil y que –tan pronto como abrigue el deseo de conocerse a sí mismo- todas sus faltas van a volverse manifiestas sin más. En saludable desconfianza hacia sí mismo tiene que aceptar que está todavía enzarzado en muchas ilusiones y tiene que rezar: “Ab ocultis meis munda me.” = “De mis faltas ocultas límpiame”. Sólo la obediencia al director espiritual o, en su caso, a los superiores religiosos nos puede llevar al verdadero conocimiento de nosotros mismos y a la libertad que conlleva. Tenemos que ser conscientes de que para el verdadero conocimiento de nosotros mismos precisamos de la ayuda de los demás. Conocemos aquellas palabras del Señor sobre la brizna en el ojo del hermano y la viga en el propio y sabemos, mientras nos apoyamos exclusivamente en el propio conocimiento de nosotros mismos, que quedamos expuestos a la ceguera del hombre caído respecto de sí mismo y que no podemos prescindir de la mirada más objetiva del director espiritual, de los superiores instalados por Dios o de amigos espirituales, para alcanzar un verdadero conocimiento de la propia naturaleza. Pero por mucho que tengamos que acudir a la ayuda de Dios y del prójimo para conocernos realmente, hay algo que sólo lo podemos contribuir nosotros mismos: la voluntad incondicionada de morirnos a nosotros mismos, de transformarnos en hombres nuevos en Cristo y el afán que deriva de todo esto de conocernos como somos de verdad. Y es por este mismo afán que rezamos: “Domine, ut videam.” = “Señor, ¡haz que pueda ver!” (Lc 18,41).

viernes, 9 de septiembre de 2011

Artículo: Persona y Personalidad, Conócete a tí mismo


Del folleto o libro sobre la Persona y Personalidad (2004), del padre Enrique Cases (www.teologiaparavivir.net), tomamos la relacionada con el conocimiento de sí mismo en el apartado sobre la antropología teológica.  Responde a la pregunta ¿quién es el hombre?

Pbro. Enrique Cases

El Pbro. Dr. Enrique Cases nació en Barcelona en 1943.  Es Doctor en Teología y Licenciado en Ciencias Químicas.  Ha sido profesor de la Universidad de Navarra y de en Universidad Internacional de Cataluña.  En 2005 organizó el Congreso Árbol de la Vida, sobre la vida en sus inicios, con ponencias de biomedicina, filosofía y derecho, otorgándose premios de novela y de investigación para universitarios y bachilleres.  En 2007 fue presidente del Congreso Mariano sobre María y la Mujer.  Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Barcelona.



Conócete a tí mismo

gnosti te autvn (nosce te ipsum). Esta inscripción, puesta por los siete sabios en el frontispicio del templo de Delfos, es clásica en el pensamiento griego. En todos los tiempos muchos pensadores han reflexionado sobre ella con variados matices siguiendo el ejemplo de Sócrates y Platón[1]. La sabiduría de Occidente comienza, en su vertiente filosófica, con este pensamiento, intentando alejarse de adivinanzas y supersticiones.

Parece que el origen del adagio se remonta a escritos antiguos de Heraclio, Esquilo, Herodoto y Píndaro; y surge como una invitación a reconocerse mortal y no dios. Sócrates lo eleva a un nivel filosófico como un examen moral de uno mismo ante Dios. Platón lo orienta hacia la verdadera sabiduría en un fantástico sistema de pensamiento. Erasmo dirá que es el inicio del filosofar en cuanto lleva a la conciencia humilde de “saber que no sabe nada”[2]. Los Padres de la Iglesia lo toman y también lo encuentran en los escritos bíblicos (Cant 1,8. “si tú no te conoces, seguirá el camino del rebaño”; Dt 15,9 “attende tibi” “estate atento a ti mismo”). San Agustín hace célebre el aforismo elevándolo también a Dios diciendo que el fin de la vida es “noverim te, noverim me” “conocerte y conocerme”[3]. El hombre se conoce cuando va al fondo de sí mismo y ahí encuentra la imagen de Dios. Por esta senda marcharán muchos medievales en este espíritu humanista de pensar.

En la modernidad resurge con muy diversos tonos e interpretaciones, también en el magisterio de la Iglesia[4] en su defensa de la verdad. También se dio en otras culturas antiguas: Israel, los Veda y Avesta, Confucio, Lao-Tsé, los Tirthankara, Buda, Homero, Eurípides, Sófocles, Platón y Aristóteles. La búsqueda filosófica no surge de preguntarse ¿quién es Dios? sino ¿quién es el hombre? De lo más cercano a lo más alto y profundo. Nosotros vamos a seguir el camino del hombre. En tiempos más próximos Scheler y Heidegger hacen notar nunca hemos sabido tantas cosas sobre el hombre y nunca hemos sabido menos del hombre. Es lógico que así suceda cuando se prescinde de la Revelación por una parte, y por otra de los conocimientos de la filosofía perenne.

El Cristianismo aporta una gran novedad sobre el hombre con la noción de persona. Los griegos no tenían esta noción, ni los latinos, ni se da en ninguna de las culturas del ancho mundo en aquel momento histórico. La persona además de su individualidad, de su autonomía y de su racionalidad, es algo más; Polo dice que es “además” pues cuando descubrimos algo siempre hay algo más.. Es un ser con dignidad por sí mismo, no por la pertenencia a un clan, familia o pueblo. Tiene unas características sorprendentes: es mortal e inmortal; individual y tan relacionada con los demás que la solidaridad es necesaria para alcanzar su plenitud. La persona tiene una grandeza tan impresionante, que se puede decir que está divinizada, pues Dios habita en su interior, y, al mismo tiempo, es muy cercana al mundo animal y vegetal. Las diferencias corporales con algunos animales son muy pequeñas –en cuanto al DNA por ejemplo- y, sin embargo, sus actividades son infinitamente distintas de un modo evidente. Sufre y puede superar el dolor. Su vida tiene un sentido, no sólo durar y sobrevivir. Es libre y puede amar. Ama la belleza y la genera. El hombre supera infinitamente al hombre, decía Pascal, refiriéndose a ese algo tan superior a la materia que le forma. Además está la riqueza de los sentimientos. La persona humana es capaz de Dios; desea naturalmente a Alguien que le supera infinitamente. El progreso de la tierra, o su destrucción, está en sus manos. Individualmente puede alcanzar niveles altísimos de perfección, o decaer en la degeneración. La perspectiva que vamos a tomar para estudiar al hombre es ésta: su persona y su personalidad.

Vamos a preguntarnos desde muchos puntos de vista ¿quién es el hombre? Y más en concreto ¿es persona el hombre? Para ello tomaremos los grandes avances de la filosofía perenne y muchos restos de la modernidad; pero con la ayuda de la Revelación, pues un cristiano no puede desaprovechar lo que sabe con certeza porque cree que Dios revela desde el Silencio su Palabra para que el interrogador sea libre por la verdad y el amor.

Mucho perjuicio hizo al progreso del pensar y amar humano la rotura del nominalismo en el siglo XIV aún no superada. De una parte se perdió la metafísica y se separó de la filosofía que se convirtió en un galimatías lógico. No en vano dice Cardona que la inteligencia del ser como acto, del Esse y del actus essendi participado no la tuvo Santo Tomás de Aquino sin una especial ayuda divina. Muchos de sus seguidores la perderán; y más aún los que no la tienen ni de nombre, así se entiende la crítica y la queja de Martín Heidegger ante el olvido del ser y de olvidarse de ese olvido. De hecho muchos se pierden en crucigramas ingeniosos y lógicos, pero irreales, perdiendo la noción de Dios de una parte –gravísima pérdida-, y, de inmediato, pierden al hombre no sólo teóricamente, sino con crueldades inconcebibles como se ha visto en el siglo XX, llamado el siglo breve, pero que se podría llamar también el siglo de Caín, o el siglo sin Padre, que llevó a que los hermanos dejasen de serlo. En la actualidad, además de la crítica que se pregunta ¿qué ha pasado?, se experimenta en los más lúcidos una nostalgia que puede llevar al buen puerto de situarse valientemente ante el misterio. Da más luz una ventana entreabierta al amanecer, que la vela medio extinguida en una habitación cerrada. Hay que abrir las ventanas con ansia y con prudencia. Nosotros lo vamos hacer mirando al mismo tiempo al hombre y a Dios con una actitud que quiere ser audaz y abierta a las preguntas verdaderas, superadas ya las ideologías que encerraron la verdad en interpretaciones, que tanto daño han hecho en el pasado y en el presente.

Blaise Pascal dice acertadamente: “¡Qué quimera el hombre! ¿Qué novedad, que monstruo, qué caos, que contradicción, qué prodigio! Juez de todas las cosas y gusano infecto, depositario de la verdad, cloaca de incertidumbre y error, gloria y desecho del universo”. Suscribimos esta idea de contraste, pues el propósito de estas páginas es conocer al hombre en sus contradicciones y es sus enormes posibilidades. El reciente premio Nobel de literatura Imre Kertësz, con su experiencia vivida del holocausto pagano-nazi dice: “el instrumento de la destrucción se llama ideología: lo grave es que la masa, que nunca participó de la cultura, absorbe las ideologías como cultura”. Suscribo esta idea añadiendo que la ideología es sólo una explicación razonada de la realidad, que queriendo, o sin querer, la limita. La ideología tiende al totalitarismo, casi con necesidad. La realidad, con su amplitud y riqueza, lleva a la libertad y al respeto, pues es Misterio.

La Ilustración, con todo su entusiasmo, fue en paréntesis con malas consecuencias como detecta el posmodernismo, por ello estamos de acuerdo con Bruno Forte cuando dice: “Entre el triunfo de la identidad y la apología de la diferencia, resuelta en el dominio omnicomprensivo de la nada, entre el tiempo de la ideología y del nihilismo, la causa del hombre exige que se busque un camino distinto “entre los tiempos”, capaz de escaparse tanto de la seducción alienante del pensamiento solar, como del hechizo trágico de la victoria final sobre las tinieblas. En la tradición judeo-cristiana la que ofrece la posibilidad de esta concepción del hombre, fruto del encuentro entre la identidad y la diferencia; es la antropología del Absoluto que entra en la historia, permaneciendo Otro y soberano respecto de la misma, del Transcendente que viene a habitar y a redimir el éxodo de la condición humana, de la Gloria que se comunica a los días de los hombres, abriéndolos al don de la vida eterna, de la alianza de Dios con el hombre y del hombre con Dios”[5].

Un ejemplo de lo dicho son los epígonos triunfantes de este talante de los tiempos de la Ilustración. Por su gran influencia citamos a tres que tienen una clave con la cual abordan todas las cuestiones del hombre, son Marx, Freud y Nietzsche Los tres prescinden de Dios, y los tres apoyan su visión del hombre en algún aspecto negativo, muy lejano al amor. Por eso se les suele llamar “maestros de la sospecha”.

Karl Marx dice que la clave de toda la realidad es la economía. La alineación económica explica todo lo demás. Sigmund Freud hace lo mismo con la líbido sexual, y con ella pretende explicar todo. Nietzsche es más complejo, pero también tiene una clave para explicar todo, y es la voluntad de poder del hombre. Son tres soluciones pesimistas. Si nos fijamos, es posible observar que cada teoría refleja una de las tres heridas del alma después del pecado de origen, como señala San Juan: “todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida”[6], es decir: sexo lujurioso, avaricia de dinero o riquezas, y orgullo o ansia de poder. Es decir, realidades parciales de lo que es el hombre y, además, negativas. No saben encontrar lo positivo, y eso es grave. Bien distinta es Edith Stein cuando para conocer al ser humano comienza “tratando de comprender la espiritualidad. Espiritualidad personal quiere decir despertar y apertura. No sólo soy, y no sólo vivo, sino que sé de mi ser y de mi vida.Y todo esto es una y la misma cosa. La forma originaria del saber que pertenece al ser y a la vida espiritual no es un saber a posteriori, reflexivo, en el que la vida se convierte en objeto del saber, sino que es como una luz por la que está atravesada la vida espiritual como tal. La vida espiritual es igualmente saber originario acerca de cosas distintas de sí misma. Quiere decir estar cabe otras cosas, mirar en un mundo situado frente a la persona. El saber de sí mismo es apertura hacia dentro, el saber de otras cosas es apertura hacia fuera”[7].

La clave de esta antropología es la noción de persona en un sentido muy concreto, de ahí surge todo lo demás: libertad, pensamiento, belleza, corporeidad, amistad, solidaridad, pensamiento libre, verdadero amor, etc. No en vano el Papa Juan Pablo II ha hablado de la necesidad de una antropología más metafísica, inspirándose en una filosofía abierta a la trascendencia. El Santo Padre propone «regresar a la metafísica». Hace ver como «hoy junto a descubrimientos científicos maravillosos y progresos tecnológicos sorprendentes asistimos a dos grandes olvidos: el olvido de Dios y del ser, el olvido del alma y de la dignidad del ser humano. Esto engendra a veces situaciones de angustia a las que es necesario ofrecer respuestas ricas de verdad y esperanza», por ello «es necesario regresar a la metafísica».

No sirven las soluciones negativas, ni son suficientes las quejas, son necesarias las soluciones positivas reflejos de la verdad profunda, como señala Juan Pablo II: «muchos de nuestros contemporáneos se preguntan: si Dios existe, ¿cómo puede permitir el mal? Es necesario explicar que el mal es la privación del bien debido, y el pecado la aversión del hombre por Dios, fuente de todo bien. Un problema antropológico, tan central para la cultura de hoy, sólo puede encontrar una solución a la luz de eso que podríamos definir una "meta-antropología". Es decir, de la comprensión del ser humano como ser consciente y libre, "homo viator", que es, y que al mismo tiempo, está en devenir (...)La cultura de nuestro tiempo habla mucho del hombre y sabe muchas cosas sobre él, pero con frecuencia da la impresión de ignorar quién es verdaderamente. En efecto, el hombre sólo se puede comprender plenamente a sí mismo a la luz de Dios. Es "imagen de Dios" ("imago Dei"), creado por amor y destinado a vivir en la eternidad en comunión con Él»[8]. Como dice Pascal: “Sólo existen dos clases de personas razonables: las que sirven a Dios de todo corazón porque le conocen, y las que buscan le de todo corazón porque no le conocen”. Para ambos van estos escritos.Para ello es necesaria la sabiduría en el sentido de la antigüedad, también bíblico, superando los racionalismos estrechos, no la razón, pero abiertos al misterio.

Juan Pablo II comenta al meditar sobre la oración del fiel que pide a Dios el don de la Sabiduría (9, 1-6.9-11):
”Dios de los padres, y Señor de la misericordia,
que con tu palabra hiciste todas las cosas,
y en tu sabiduría formaste al hombre,
para que dominase sobre tus criaturas,
y para regir el mundo con santidad y justicia,
y para administrar justicia con rectitud de corazón.
Dame la sabiduría asistente de tu trono
y no me excluyas del número de tus siervos,
porque siervo tuyo soy, hijo de tu sierva,
hombre débil y de pocos años,
demasiado pequeño para conocer el juicio y las leyes.

“Cuando Salomón, en los inicios de su reino, se dirigió a los altos de Gabaón, donde se levantaba un santuario, y después de haber celebrado un grandioso sacrificio, en la noche tiene un sueño-revelación. Por petición misma de Dios, que le invita a pedirle un don, él responde: «Concede, pues, a tu siervo, un corazón que entienda para juzgar a tu pueblo, para discernir entre el bien y el mal» (1 Reyes 3, 9)” Nosotros tenemos la misma petición “Es fácil intuir que esta «sabiduría» no es la simple inteligencia o la habilidad práctica, sino más bien la participación en la mente misma de Dios que «con tu sabiduría formaste al hombre» (Cf. v. 2). Es, por tanto, la capacidad de penetrar en el sentido profundo del ser, de la vida y de la historia, yendo más allá de la superficie de las cosas y de los acontecimientos para descubrir el significado último, querido por el Señor”. Por eso “De la mano de la Sabiduría divina nos adentramos confiados en el mundo. A ella nos agarramos, amándola con un amor conyugal como Salomón, que como dice el Libro de la Sabiduría confesaba: «Yo la amé [la sabiduría] y la pretendí desde mi juventud; me esforcé por hacerla esposa mía y llegué a ser un apasionado de su belleza» (8, 2)[9] enseña Juan Pablo II.

Añadamos un poco de prosa poética más elocuente que el seco concepto.

¿Qué es el hombre para que te fijes en él? ¿Qué los hijos de Adán para que pienses en ellos? El hombre es igual que un soplo, sus días, una sombra que pasa. Somos poco, soplo, sombra, casi nada.

Si Tú lo dices es verdad, pero el hombre es un hijo, espíritu inmortal vestido en carne, fuerza de libertad, amor amante, digno de ser amado y para siempre. Lo efímero lo marca el tiempo, lo permanente, el Eterno.




[1]S. Pié-Ninot. Teología Fundamental. Ed Secretariado Trinitario.Salamanca 1996. pp.96-111
[2]Erasmo de Rótterdam. Opera omnia 2/2 Amsterdam 1998, p. 117-120
[3]San Agustín Soliloquium III,1
[4]Fides et ratio, 1-6
[5]Bruno Forte. La eternidad en el tiempo. Ed. Sígueme 2000, p.36
[6]1 Jn 2,16
[7]Edith Stein La estructura de la persona humana. Ed BAC Madrid 2002 p. 62
[8]Juan Pablo II, mensaje 24.VI.02
[9]Juan Pablo II. Alocución 29.I.03


jueves, 8 de septiembre de 2011

Pensamientos: Dios y mi alma, 31 de diciembre de 1937 - viernes

Un breve comentario del Hermano Rafael sobre el conocimiento de sí mismo, cuando medita sobre la humildad en sus escritos, que nos permite el privilegio de ser testigos de la batalla interior y la riqueza de su vida espiritual.  Fuente: Abandono.com

Hermano Rafael

San Rafael Arnáiz Barón nació el 9 de abril de 1911 en Burgos (España), ingresó el 15 de enero de 1934 al monasterio cisterciense de San Isidro de Dueñas.  Sufrió de diabetes, la que lo obligó a abandonar tres veces el monasterio, adonde volvió nuevamente para dar una respuesta generosa y fiel a lo que sentía ser la llamada de Dios.  Murió el 26 de abril de 1938, recién cumplidos los 27 años.  Fue sepultado en el cementerio del monasterio.  El 20 de agosto de 1989, SS. Juan Pablo II, con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud, le propuso como modelo para los jóvenes en Santiago de Compostela, declarándolo Beato el 27 de septiembre de 1992.  El 11 de octubre de 2009, Rafael Arnáiz fue canonizado por Benedicto XVI en la Basílica de San Pedro, Roma.

Me voy dando cuenta de que la virtud más práctica para tener paz en la vida de comunidad es la humildad.
La humilidad delante de Dios, nos ayuda a la confianza, pues humildad es conocimiento de sí mismo, y ¿quién que se conozca a sí mismo, puede esperar algo de sí?... Loco sería si no lo esperase todo de Dios.
La humildad llena de paz nuestro trato con los hombres. Con ella no hay discusión, no hay envidia, no hay ofensa posible... ¿Quién puede ofender a la misma nada?
Le pido encarecidamente a María, me enseñe en lo que Ella fue maestra..., humilde ante Dios y ante los hombres. "Hágase".

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Programa TV: Mother Angelica Live, Conócete a tí mismo, si quieres cambiar lo necesitas


En este programa la Madre Angélica tiene como tema central el conocimiento de sí mismo.  Presenta la importancia de este conocimiento y la importancia del conocimiento de Dios para nuestra vida y la relación de este conocimiento con los apegos y la honestidad.


La Madre Angélica es una religiosa estadounidense fundadora y abadesa del Monasterio de Nuestra Señora de los Ángeles (Clarisas de Adoración Perpetua), del Santuario al Santísimo Sacramento y de la Eternal Word Television Network (EWTN), la mayor cadena de televisión católica mundial.   Nació en 1923 en Ohio, EUA y su nombre es Rita Antoinette Francis Rizzo.












Libro: Sobre el conocimiento de sí mismo

Tenemos aquí un excelente compendio sobre el tema, siguiendo el mejor estilo de los tratados espirituales católicos clásicos.  Me parece que aquí Fray Nelson Medina O.P. nos regala un verdadero itinerario como "manual de ayuda" para este viaje al interior, siempre de la mano de Jesús.  Una síntesis de gran sentido práctico para el cristiano que busca conocerse.

Fray Nelson Medina










Sobre el Conocimiento de Sí Mismo - Fray Nelson Medina

sábado, 5 de febrero de 2011

Encíclica: Fides et ratio, Conócete a tí mismo

La introducción a la Carta Encíclica Fides et Ratio del Beato Papa Juan Pablo II, se refiere en su totalidad al tema del conocimiento de si mismo.   En su saludo nos dice:  "Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo."   Es un texto inspirador y comprometedor.  Nuestro deseo, nuestra inquietud, sólo puede ser respondida conociendo a Dios.   Tomado de: JPII. 2003. Fides et Ratio, Libreria Editrice Vaticana disponible en: http://www.vatican.va/edocs/ESL0036/_INDEX.HTM

Beato Juan Pablo II

Karol Józef Wojtyła, nació en Wadowice, una pequeña ciudad a 50 kms. de Cracovia, el 18 de mayo de 1920.   A partir de 1942, al sentir la vocación al sacerdocio, siguió las clases de formación del seminario clandestino de Cracovia, dirigido por el Arzobispo de Cracovia, Cardenal Adam Stefan Sapieha.  Fue ordenado sacerdote en Cracovia el 1 de noviembre de 1946 de manos del Arzobispo Sapieha.  En 1964 fue nombrado Arzobispo de Cracovia por Pablo VI, quien le hizo cardenal en 1967.

Los cardenales reunidos en Cónclave le eligieron Papa el 16 de octubre de 1978. Tomó el nombre de Juan Pablo II y el 22 de octubre comenzó solemnemente su ministerio petrino como 263 sucesor del Apóstol Pedro.  Su pontificado ha sido uno de los más largos de la historia de la Iglesia y ha durado casi 27 años.   Juan Pablo II falleció el 2 de abril de 2005, a las 21.37, mientras concluía el sábado, y ya habíamos entrado en la octava de Pascua y domingo de la Misericordia Divina.


 INTRODUCCIÓN - « CONÓCETE A TI MISMO »


La fe y la razón (Fides et ratio) son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo (cf. Ex 33, 18; Sal 27 [26], 8-9; 63 [62], 2-3; Jn 14, 8; 1 Jn 3, 2).

1. Tanto en Oriente como en Occidente es posible distinguir un camino que, a lo largo de los siglos, ha llevado a la humanidad a encontrarse progresivamente con la verdad y a confrontarse con ella. Es un camino que se ha desarrollado — no podía ser de otro modo — dentro del horizonte de la autoconciencia personal: el hombre cuanto más conoce la realidad y el mundo y más se conoce a sí mismo en su unicidad, le resulta más urgente el interrogante sobre el sentido de las cosas y sobre su propia existencia. Todo lo que se presenta como objeto de nuestro conocimiento se convierte por ello en parte de nuestra vida. La exhortación Conócete a ti mismo estaba esculpida sobre el dintel del templo de Delfos, para testimoniar una verdad fundamental que debe ser asumida como la regla mínima por todo hombre deseoso de distinguirse, en medio de toda la creación, calificándose como « hombre » precisamente en cuanto « conocedor de sí mismo ».

Por lo demás, una simple mirada a la historia antigua muestra con claridad como en distintas partes de la tierra, marcadas por culturas diferentes, brotan al mismo tiempo las preguntas de fondo que caracterizan el recorrido de la existencia humana: ¿quién soy? ¿de dónde vengo y a dónde voy? ¿por qué existe el mal? ¿qué hay después de esta vida? Estas mismas preguntas las encontramos en los escritos sagrados de Israel, pero aparecen también en los Veda y en los Avesta; las encontramos en los escritos de Confucio e Lao-Tze y en la predicación de los Tirthankara y de Buda; asimismo se encuentran en los poemas de Homero y en las tragedias de Eurípides y Sófocles, así como en los tratados filosóficos de Platón y Aristóteles. Son preguntas que tienen su origen común en la necesidad de sentido que desde siempre acucia el corazón del hombre: de la respuesta que se dé a tales preguntas, en efecto, depende la orientación que se dé a la existencia.

2. La Iglesia no es ajena, ni puede serlo, a este camino de búsqueda. Desde que, en el Misterio Pascual, ha recibido como don la verdad última sobre la vida del hombre, se ha hecho peregrina por los caminos del mundo para anunciar que Jesucristo es « el camino, la verdad y la vida » (Jn 14, 6). Entre los diversos servicios que la Iglesia ha de ofrecer a la humanidad, hay uno del cual es responsable de un modo muy particular: la diaconía de la verdad.1 Por una parte, esta misión hace a la comunidad creyente partícipe del esfuerzo común que la humanidad lleva a cabo para alcanzar la verdad; 2 y por otra, la obliga a responsabilizarse del anuncio de las certezas adquiridas, incluso desde la conciencia de que toda verdad alcanzada es sólo una etapa hacia aquella verdad total que se manifestará en la revelación última de Dios: « Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido » (1 Co 13, 12).

3. El hombre tiene muchos medios para progresar en el conocimiento de la verdad, de modo que puede hacer cada vez más humana la propia existencia. Entre estos destaca la filosofía, que contribuye directamente a formular la pregunta sobre el sentido de la vida y a trazar la respuesta: ésta, en efecto, se configura como una de las tareas más nobles de la humanidad. El término filosofía según la etimología griega significa « amor a la sabiduría ». De hecho, la filosofía nació y se desarrolló desde el momento en que el hombre empezó a interrogarse sobre el por qué de las cosas y su finalidad. De modos y formas diversas, muestra que el deseo de verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre. El interrogarse sobre el por qué de las cosas es inherente a su razón, aunque las respuestas que se han ido dando se enmarcan en un horizonte que pone en evidencia la complementariedad de las diferentes culturas en las que vive el hombre.

La gran incidencia que la filosofía ha tenido en la formación y en el desarrollo de las culturas en Occidente no debe hacernos olvidar el influjo que ha ejercido en los modos de concebir la existencia también en Oriente. En efecto, cada pueblo, posee una sabiduría originaria y autóctona que, como auténtica riqueza de las culturas, tiende a expresarse y a madurar incluso en formas puramente filosóficas. Que esto es verdad lo demuestra el hecho de que una forma básica del saber filosófico, presente hasta nuestros días, es verificable incluso en los postulados en los que se inspiran las diversas legislaciones nacionales e internacionales para regular la vida social.

4. De todos modos, se ha de destacar que detrás de cada término se esconden significados diversos. Por tanto, es necesaria una explicitación preliminar. Movido por el deseo de descubrir la verdad última sobre la existencia, el hombre trata de adquirir los conocimientos universales que le permiten comprenderse mejor y progresar en la realización de sí mismo. Los conocimientos fundamentales derivan del asombro suscitado en él por la contemplación de la creación: el ser humano se sorprende al descubrirse inmerso en el mundo, en relación con sus semejantes con los cuales comparte el destino. De aquí arranca el camino que lo llevará al descubrimiento de horizontes de conocimientos siempre nuevos. Sin el asombro el hombre caería en la repetitividad y, poco a poco, sería incapaz de vivir una existencia verdaderamente personal.

La capacidad especulativa, que es propia de la inteligencia humana, lleva a elaborar, a través de la actividad filosófica, una forma de pensamiento riguroso y a construir así, con la coherencia lógica de las afirmaciones y el carácter orgánico de los contenidos, un saber sistemático. Gracias a este proceso, en diferentes contextos culturales y en diversas épocas, se han alcanzado resultados que han llevado a la elaboración de verdaderos sistemas de pensamiento. Históricamente esto ha provocado a menudo la tentación de identificar una sola corriente con todo el pensamiento filosófico. Pero es evidente que, en estos casos, entra en juego una cierta « soberbia filosófica » que pretende erigir la propia perspectiva incompleta en lectura universal. En realidad, todo sistema filosófico, aun con respeto siempre de su integridad sin instrumentalizaciones, debe reconocer la prioridad del pensar filosófico, en el cual tiene su origen y al cual debe servir de forma coherente.

En este sentido es posible reconocer, a pesar del cambio de los tiempos y de los progresos del saber, un núcleo de conocimientos filosóficos cuya presencia es constante en la historia del pensamiento. Piénsese, por ejemplo, en los principios de no contradicción, de finalidad, de causalidad, como también en la concepción de la persona como sujeto libre e inteligente y en su capacidad de conocer a Dios, la verdad y el bien; piénsese, además, en algunas normas morales fundamentales que son comúnmente aceptadas. Estos y otros temas indican que, prescindiendo de las corrientes de pensamiento, existe un conjunto de conocimientos en los cuales es posible reconocer una especie de patrimonio espiritual de la humanidad. Es como si nos encontrásemos ante una filosofía implícita por la cual cada uno cree conocer estos principios, aunque de forma genérica y no refleja. Estos conocimientos, precisamente porque son compartidos en cierto modo por todos, deberían ser como un punto de referencia para las diversas escuelas filosóficas. Cuando la razón logra intuir y formular los principios primeros y universales del ser y sacar correctamente de ellos conclusiones coherentes de orden lógico y deontológico, entonces puede considerarse una razón recta o, como la llamaban los antiguos, orthòs logos, recta ratio.

5. La Iglesia, por su parte, aprecia el esfuerzo de la razón por alcanzar los objetivos que hagan cada vez más digna la existencia personal. Ella ve en la filosofía el camino para conocer verdades fundamentales relativas a la existencia del hombre. Al mismo tiempo, considera a la filosofía como una ayuda indispensable para profundizar la inteligencia de la fe y comunicar la verdad del Evangelio a cuantos aún no la conocen.

Teniendo en cuenta iniciativas análogas de mis Predecesores, deseo yo también dirigir la mirada hacia esta peculiar actividad de la razón. Me impulsa a ello el hecho de que, sobre todo en nuestro tiempo, la búsqueda de la verdad última parece a menudo oscurecida. Sin duda la filosofía moderna tiene el gran mérito de haber concentrado su atención en el hombre. A partir de aquí, una razón llena de interrogantes ha desarrollado sucesivamente su deseo de conocer cada vez más y más profundamente. Se han construido sistemas de pensamiento complejos, que han producido sus frutos en los diversos ámbitos del saber, favoreciendo el desarrollo de la cultura y de la historia. La antropología, la lógica, las ciencias naturales, la historia, el lenguaje..., de alguna manera se ha abarcado todas las ramas del saber. Sin embargo, los resultados positivos alcanzados no deben llevar a descuidar el hecho de que la razón misma, movida a indagar de forma unilateral sobre el hombre como sujeto, parece haber olvidado que éste está también llamado a orientarse hacia una verdad que lo transciende. Sin esta referencia, cada uno queda a merced del arbitrio y su condición de persona acaba por ser valorada con criterios pragmáticos basados esencialmente en el dato experimental, en el convencimiento erróneo de que todo debe ser dominado por la técnica. Así ha sucedido que, en lugar de expresar mejor la tendencia hacia la verdad, bajo tanto peso la razón saber se ha doblegado sobre sí misma haciéndose, día tras día, incapaz de levantar la mirada hacia lo alto para atreverse a alcanzar la verdad del ser. La filosofía moderna, dejando de orientar su investigación sobre el ser, ha concentrado la propia búsqueda sobre el conocimiento humano. En lugar de apoyarse sobre la capacidad que tiene el hombre para conocer la verdad, ha preferido destacar sus límites y condicionamientos.

Ello ha derivado en varias formas de agnosticismo y de relativismo, que han llevado la investigación filosófica a perderse en las arenas movedizas de un escepticismo general. Recientemente han adquirido cierto relieve diversas doctrinas que tienden a infravalorar incluso las verdades que el hombre estaba seguro de haber alcanzado. La legítima pluralidad de posiciones ha dado paso a un pluralismo indiferenciado, basado en el convencimiento de que todas las posiciones son igualmente válidas. Este es uno de los síntomas más difundidos de la desconfianza en la verdad que es posible encontrar en el contexto actual. No se substraen a esta prevención ni siquiera algunas concepciones de vida provenientes de Oriente; en ellas, en efecto, se niega a la verdad su carácter exclusivo, partiendo del presupuesto de que se manifiesta de igual manera en diversas doctrinas, incluso contradictorias entre sí. En esta perspectiva, todo se reduce a opinión. Se tiene la impresión de que se trata de un movimiento ondulante: mientras por una parte la reflexión filosófica ha logrado situarse en el camino que la hace cada vez más cercana a la existencia humana y a su modo de expresarse, por otra tiende a hacer consideraciones existenciales, hermenéuticas o lingüísticas que prescinden de la cuestión radical sobre la verdad de la vida personal, del ser y de Dios. En consecuencia han surgido en el hombre contemporáneo, y no sólo entre algunos filósofos, actitudes de difusa desconfianza respecto de los grandes recursos cognoscitivos del ser humano. Con falsa modestia, se conforman con verdades parciales y provisionales, sin intentar hacer preguntas radicales sobre el sentido y el fundamento último de la vida humana, personal y social. Ha decaído, en definitiva, la esperanza de poder recibir de la filosofía respuestas definitivas a tales preguntas.

6. La Iglesia, convencida de la competencia que le incumbe por ser depositaria de la Revelación de Jesucristo, quiere reafirmar la necesidad de reflexionar sobre la verdad. Por este motivo he decidido dirigirme a vosotros, queridos Hermanos en el Episcopado, con los cuales comparto la misión de anunciar « abiertamente la verdad » (2 Co 4, 2), como también a los teólogos y filósofos a los que corresponde el deber de investigar sobre los diversos aspectos de la verdad, y asimismo a las personas que la buscan, para exponer algunas reflexiones sobre la vía que conduce a la verdadera sabiduría, a fin de que quien sienta el amor por ella pueda emprender el camino adecuado para alcanzarla y encontrar en la misma descanso a su fatiga y gozo espiritual.

Me mueve a esta iniciativa, ante todo, la convicción que expresan las palabras del Concilio Vaticano II, cuando afirma que los Obispos son « testigos de la verdad divina y católica ».3 Testimoniar la verdad es, pues, una tarea confiada a nosotros, los Obispos; no podemos renunciar a la misma sin descuidar el ministerio que hemos recibido. Reafirmando la verdad de la fe podemos devolver al hombre contemporáneo la auténtica confianza en sus capacidades cognoscitivas y ofrecer a la filosofía un estímulo para que pueda recuperar y desarrollar su plena dignidad.

Hay también otro motivo que me induce a desarrollar estas reflexiones. En la Encíclica Veritatis splendor he llamado la atención sobre « algunas verdades fundamentales de la doctrina católica, que en el contexto actual corren el riesgo de ser deformadas o negadas ».4 Con la presente Encíclica deseo continuar aquella reflexión centrando la atención sobre el tema de la verdad y de su fundamento en relación con la fe. No se puede negar, en efecto, que este período de rápidos y complejos cambios expone especialmente a las nuevas generaciones, a las cuales pertenece y de las cuales depende el futuro, a la sensación de que se ven privadas de auténticos puntos de referencia. La exigencia de una base sobre la cual construir la existencia personal y social se siente de modo notable sobre todo cuando se está obligado a constatar el carácter parcial de propuestas que elevan lo efímero al rango de valor, creando ilusiones sobre la posibilidad de alcanzar el verdadero sentido de la existencia. Sucede de ese modo que muchos llevan una vida casi hasta el límite de la ruina, sin saber bien lo que les espera. Esto depende también del hecho de que, a veces, quien por vocación estaba llamado a expresar en formas culturales el resultado de la propia especulación, ha desviado la mirada de la verdad, prefiriendo el éxito inmediato en lugar del esfuerzo de la investigación paciente sobre lo que merece ser vivido. La filosofía, que tiene la gran responsabilidad de formar el pensamiento y la cultura por medio de la llamada continua a la búsqueda de lo verdadero, debe recuperar con fuerza su vocación originaria. Por eso he sentido no sólo la exigencia, sino incluso el deber de intervenir en este tema, para que la humanidad, en el umbral del tercer milenio de la era cristiana, tome conciencia cada vez más clara de los grandes recursos que le han sido dados y se comprometa con renovado ardor en llevar a cabo el plan de salvación en el cual está inmersa su historia.


1 Ya lo escribí en mi primera Encíclica Redemptor hominis: « hemos sido hechos partícipes de esta misión de Cristo-profeta, y en virtud de la misma misión, junto con Él servimos la misión divina en la Iglesia. La responsabilidad de esta verdad significa también amarla y buscar su comprensión más exacta, para hacerla más cercana a nosotros mismos y a los demás en toda su fuerza salvífica, en su esplendor, en su profundidad y sencillez juntamente », 19: AAS 71 (1979), 306.

2 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 16.

3 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 25.

4 N. 4: AAS 85 (1993), 1136.

martes, 1 de febrero de 2011

Libro: Camino, Conocimiento propio

Dichos del libro "Camino" de San José María Escrivá de Balaguer.  Se transcriben los textos que están indexados bajo el título "conocimiento propio" y "humildad y conocimiento propio". Escrivá de Balaguer, JM. 2008. Camino. 4ta edición, Promesa, San José, Costa Rica. 390 p.

San José María Escrivá de Balaguer

Josemaría Escrivá de Balaguer nació en Barbastro (Huesca, España) el 9 de enero de 1902. Sus padres se llamaban José y Dolores. Tuvo cinco hermanos.   Recibe la ordenación sacerdotal el 28 de marzo de 1925 y comienza a ejercer el ministerio primero en una parroquia rural y luego en Zaragoza.   En 1927 se traslada a Madrid, con permiso de su obispo, para obtener el doctorado en Derecho.   En Madrid, el 2 de octubre de 1928, Dios le hace ver lo que espera de él, y funda el Opus Dei.  Fallece en Roma el 26 de junio de 1975.   El 17 de mayo de 1992, Juan Pablo II beatifica a Josemaría Escrivá de Balaguer. Lo proclama santo diez años después, el 6 de octubre de 2002.


4.  No digas: "Es mi genio así..., son cosas de mi carácter". Son cosas de tu falta de carácter: Sé varón -"esto es vir".

18. Te empeñas en ser mundano, frívolo y atolondrado porque eres cobarde. ¿Qué es, sino cobardía, ese no querer enfrentarte contigo mismo?

45.  ¿Por qué te duelen esas equivocadas suposiciones que de ti comentan?  -Más lejos llegarías, si dios te dejara.  -Persevera en el bien, y encógete de hombros.

50. Eres curioso y preguntón, oliscón y ventanero: ¿no te da vergüenza ser, hasta en los defectos, tan poco masculino? -Sé varón: y esos deseos de saber de los demás trócalos en deseos y realidades de propio conocimiento.

59. Conviene que conozcas esta doctrina segura: el espíritu propio es mal consejero, mal piloto, para dirigir el alma en las borrascas y tempestades, entre los escollos de la vida interior.

Por eso es Voluntad de Dios que la dirección de la nave la lleve un Maestro, para que, con su luz y conocimiento, nos conduzca a puerto seguro.

63. Tú -piensas- tienes mucha personalidad: tus estudios -tus trabajos de investigación, tus publicaciones-, tu posición social -tus apellidos-, tus actuaciones políticas -los cargos que ocupas-, tu patrimonio..., tu edad, ¡ya no eres un niño!...

Precisamente por todo eso necesitas más que otros un Director para tu alma.

65. ¿Por qué ese reparo de verte tú mismo y de hacerte ver por tu Director tal como en realidad eres?

Habrás ganado una batalla si pierdes el miedo a darte a conocer.

207. Agradece, como un favor muy especial, ese santo aborrecimiento que sientes de ti mismo.

225. Tu mayor enemigo eres tú mismo.

283. Distraerte. -¡Necesitas distraerte!..., abriendo mucho tus ojos para que entren bien las imágenes de las cosas, o cerrándolos casi, por exigencia de tu miopía...

¡Ciérralos del todo!: ten vida interior, y verás, con color y relieve insospechados, las maravillas de un mundo mejor, de un mundo nuevo; y tratarás a Dios..., y conocerás tu miseria..., y te endiosarás... con un endiosamiento que, al acercarte a tu Padre, te hará más hermano de tus hermanos los hombres.

473. Echa lejos de ti esa desesperanza que te produce el conocimiento de tu miseria. -Es verdad: por tu prestigio económico, eres un cero..., por tu prestigio social, otro cero..., y otro por tus virtudes, y otro por tu talento...

Pero, a la izquierda de esas negaciones, está Cristo... Y ¡qué cifra inconmesurable resulta!

589.  Cuando percibas los aplausos del triunfo, que suenen también en tus oídos las risas que provocaste con tus fracasos.

591. Cuando más me exalten, Jesús mío, humíllame más en mi corazón, haciéndome saber lo que he sido y lo que seré, si tú me dejas.

593. Cuando te veas como eres, ha de parecerte natural que te desprecien.

595. Si te conocieras, te gozarías en el desprecio, y lloraría tu corazón ante la exhaltación y la alabanza.

597.  Si obraras conforme a los impulsos que sientes en tu corazón y a los que la razón te dicta, estarías de continuo con la boca en tierra, en postración, como un gusano sucio, feo y despreciable... delante de ¡ese Dios!, que tanto te va aguantando.

600. ¿Tú..., soberbia?  -¿De qué?

608. No es falta de humildad que conozcas el adelanto de tu alma. -Así lo puedes agradecer a Dios.

609. El propio conocimiento nos lleva como de la mano a la humildad.

686. Conforme: aquella persona ha sido mala contigo. -Pero, ¿no has sido tú peor con Dios?

690. Cuando venga el sufrimiento, el desprecio..., la Cruz, has de considerar: ¿qué es esto para lo que yo merezco?

698. ¿Te riñen? -No te enfades, como te aconseja tu soberbia. -Piensa: ¡qué caridad tienen conmigo! ¡Lo que se habrán callado!

729. ¡Oh, Dios mío: cada día estoy menos seguro de mí y más seguro de Tí!

731.  Espéralo todo de Jesús: tú no tienes nada, no vales nada, no puedes nada. -Él obrará, si en Él te abandonas.

780.  "Deo omnis gloria".  -Para Dios toda gloria.  -Es una confesión categórica de nuestra nada.  Él, Jesús, lo es todo.  Nosotros, sin Él, nada valemos: nada.

Nuestra vanagloria sería eso: gloria vana; sería un robo sacrílego; el "yo" no debe aparecer en ninguna parte.

882.  Cuando quieres hacer las cosas bien, muy bien, resulta que las haces peor.  -Humíllate delante de Jesús, diciéndole: ¿has visto cómo todo lo hago mal?  -Pues, si no me ayudas mucho, ¡aún lo haré peor!

Ten compasión de tu niño; miara que quiero escribir cada día una gran plana en el libro de mi vida... Pero, ¡soy tan rudo!, que si el Maestro no me lleva la mano, en lugar de palotes esbeltos salen de mi pluma cosas retorcidas y borrones que no pueden enseñarse a nadie.

Desde ahora, Jesús escribiremos siempre entre los dos.

883.  Reconozco mi torpeza, Amor mío, que es tanta... tanta, que hasta cuando quiero acariciar hago daño.  -Suaviza las maneras de mi alma: dame, quiero que me des, dentro de la recia virilidad de la vida de infancia, esa delicadeza y mimo que los niños tienen para tratar, con íntima efusión de Amor, a sus padres.

884.  Estás lleno de miserias.  -Cada día las ves más claras.  -Pero no te asusten.  -Él sabe bien que no puedes dar más fruto.

Tus caídas involuntarias -caídas de niño- hacen que tu Padre - Dios tenga más cuidado y que tu Madre María no te suelte de su mano amorosa: aprovéchate, y, al cogerte el Señor a diario del suelo, abrázale con todas tus fuerzas y pon tu cabeza miserable sobre su pecho abierto, para que acaben de enloquecerte los latidos de su Corazón amabilísimo.

viernes, 21 de enero de 2011

Libro: Conferencias Espirituales, Los cinco grados de humildad

Este hermoso extracto de las "Conferencias Espirituales" de San Francisco de Sales nos habla de la humildad.  En realidad sólo trata en el primer párrafo el conocimiento de sí mismo, como primer grado de humildad.  Sin embargo me gusta tanto y está tan sintetizado, que quiero compartirlo todo, ya que de todas formas buscamos seguir ese camino de virtud.

San Francisco de Sales

(1567-1622). Obispo y líder de la contrarreforma, lo nombraron patrón de los escritores y la prensa católica, así como fue aclamado Doctor el 16 de noviembre de 1871 por Pío IX.






El primer grado de humildad es el conocimiento de sí mismo cuando por el testimonio de nuestra propia conciencia y por la luz que Dios nos da conocemos que sólo somos pobreza, miseria y abyección. Pero si esta humildad no va más allá, no es gran cosa y es muy común, ya que hay pocas personas tan ciegas que no conozcan con claridad su bajeza por poco que reflexionen. Sin embargo, si bien se ven obligados a reconocerse como son, se enojarían extraordinariamente de que otra persona los considerara tales. Por esto no hay que contentarse con eso, sino pasar al segundo grado que es el reconocimiento, pues hay diferencia entre conocer una cosa y reconocerla.

El reconocimiento consiste en decir y publicar, cuando sea necesario, lo que conocemos de nosotros. Pero hay que decirlo, claro está, con un verdadero sentimiento de nuestra nada, pues hay infinidad de personas que lo único que hacen es humillarse de palabra. Hablad a la mujer más vanidosa del mundo o a un cortesano del mismo estilo y decidles: «Dios mío, qué maravilloso sois, cuántas cualidades tenéis. No conozco nada parecido a vuestra perfección». «¡Jesús! -os responderán- disculpadme, yo no valgo nada, soy la miseria y la imperfección personificada».  Sin embargo, están encantados oyéndose alabar y más aún si pensáis como habláis. Ved pues, cómo esas palabras de humildad son superficiales, porque si las tomáis a la letra, se ofenderían y querrían que inmediatamente les ofrecierais una reparación. ¡Dios nos libre de esos humildes!

El tercer grado es reconocer y confesar nuestra miseria y abyección cuando los demás la descubren, pues frecuentemente decimos, incluso sintiéndolo, que somos malos y miserables, pero no nos agradaría que otro se anticipara a declararlo. Y, si lo hace, no sólo nos desagrada, sino que nos enfadamos, prueba de que nuestra humildad no es perfecta ni auténtica. Así pues, hay que ser sinceros y decir: «Tenéis razón; me conocéis perfectamente». Este grado de humildad ya es muy bueno.

El cuarto es amar el menosprecio y alegrarse cuando nos rebajan y humillan, pues ¿qué importa engañar a los otros? No es razonable. Puesto que sabemos que no somos nada, debemos estar contentos de que lo piensen, lo digan y nos traten como a viles y miserables.

El quinto, que es el último y más perfecto de todos los grados de humildad, es no sólo amar el desprecio sino desearlo, buscarlo y complacerse en él por amor de Dios. ¡Felices los que llegan a esto, pero su número es muy reducido!

¡Ojalá nuestro Señor lo quiera aumentar con 25 o 30 Hermanas que le están consagradas en esta pequeña Congregación! Así sea