domingo, 17 de febrero de 2013

Conferencia: Los poderes secretos del tiempo

Hace algunos años, escuché esta interesantísima charla en Fora TV dada en el Commonwealth Club of California, no es exactamente la misma; pero ahora que la encuentro en You Tube y puedo compartirla, lo hago. 

Esta es una conferencia ofrecida por el Ph.D. Philip Zimbardo, trata de la influencia directa de cómo comprendemos nuestra historia personal en una perspectiva temporal, determinado por diversos factores culturales y familiares, sobre nuestro comportamiento cotidiano y motivación para el cambio y en diferentes aspectos de nuestra vida como el trabajo, la salud y bienestar.  Me dio material para mucha reflexión.

Se puede activar la traducción a español en el botón CC.  No es muy buena, pero quizá pueda ayudar a hacer más disponible este valioso material.

El libro donde el doctor Zimbardo expone sus hallazgos sobre este tema en lenguaje popular se llama: "The Time Paradox".  El sitio oficial es el siguiente: http://www.thetimeparadox.com/

EUA (1933 - )

Philip Zimbardo es un célebre académico, educador, investigador y personalidad en los medios.  Ha ganado numerosos premios y honores.  Es profesor emérito en psicología de la Universidad de Stanford donde enseña desde 1968.  También ha enseñado en Yale, NYU y la Universidad de Columbia. Ha sido presidente de la Western Psychological Association, y de la American Psychological Association.




viernes, 1 de febrero de 2013

Libro: El discernimiento espiritual

Del libro El discernimiento espiritual del padre Livio Fanzaga, transcribimos el capítulo 20. 



Pbro. Livio Fanzaga, S.P.
Italia (1940 - )

Doctor en Teología y Filósofo.  Director de Radio María desde 1987.








El discernimiento de la propia situación espiritual

Conocerse a sí mismo en la luz del Espíritu Santo

El conocimiento de sí mismo es una de las más arduas y densas cuestiones después de la de Dios, que por su naturaleza trasciende infinitamente la capacidad del intelecto humano.  El dicho de la antigua Grecia: "Conócete a ti mismo", indica el abismo insondable del hombre.  La filosofía y la literatura de todos los tiempos, en particular las indagaciones de la sicología moderna, han intentado sondear el misterio del hombre, sin todavía conseguir resultados satisfactorios.  Por las posibilidades limitadas de la razón, el hombre sigue siendo un gran desconocido.  Sólo la Divina Revelación ha dado una gran luz sobre el enigma que somo nosotros y lo que representa la vida para nosotros mismos.  Quitando el velo que cubre el Ser trascendente, la Palabra de Dios nos ha desvelado al mismo tiempo nuestro ser y nuestro destino.

"Que te conozca yo a ti, para conocerme a mi", afirmaba con su acostumbrada genialidad San Agustín.  El conocimiento del hombre, en la profundidad de su ser y de su vocación, se puede conseguir solamente a la luz del conocimiento del Abosoluto.  Sin referencia a Dios, el ser humano es indescifrable.  En el misterio de su persona el hombre no sólo es "capaz de conocer a Dios", sino que está en relación permanente con Él.  Por la fuerza de su espíritu, creado a imagen y semejanza del Altísimo, cada persona humana tiene una orientación estructural hacia el Creador, que la lleva más allá de los angostos horizontes del espacio y del tiempo.  La pretensión de conocer al hombre limitándose a su cuerpo es una de las idioteces típicas de nuestro tiempo.  Por otro lado, arbitraria y superficial es la ilusión de conocer la profundidad de la persona encerrándola en el ámbito de la finitud.  Sólo tomando como causa el misterio de Dios se esclarece la niebla espesa que envuelve el misterio del hombre.

Cuando el hombre intenta conocerse a sí mismo, prescindiendo de su Creador, se expone a los más graves peligros.  Sin la grandeza, belleza, bondad y verdad de Dios, el hombre termina por desconocer la centella divina que está en éo y por degradarse hasta lo más bajo de la condición animal.  Sin la luz que lo ilumina desde lo alto, experimenta solamente la tiniebla y la potencia del mal, que actúa en sus miembros.  Privado de la Misericordia Divina que se inclina sobre su miseria, el hombre conoce sólo su pecado y su bajeza, sin la esperanza de la Redención.  La degradación moral y la desesperación existencial son el epílogo inevitable de muchas formas de humanismo ateo.  Eliminando a Dios de la vida, sucede como si se quitase el sol del universo.  La existencia humana se transforma en una gélida noche invernal, privada de la perspectiva de un alba en el horizonte.

Recorriendo un camino opuesto, pero con idénticas consecuencias, el conocimiento de sí mismo, sin la luz de Dios, conduce, no a la degradación sino, a la exaltación de sí.  Es esta la parábola no concluida todavía del ateísmo contemporáneo, el cual se propone construir un mundo sin Dios.  El escenario lo conocemos bien y es dramático y grotesco al mismo tiempo.  En un universo que se habría hecho "al azar", el hombre proclama su supremacía absoluta, pero él al final, ni siquiera sabe qué hacer de ello.  El mismo "azar" que en efecto, todo lo traga, haciendo inútil cada vida y cada acción, buena o mala.  ¿De qué le sirve la "divinidad" de un universo hostil e indiferente, donde reina soberana la muerte omnívora y sin piedad, que todo lo acumula, hombres y animales, inocentes y culpables?

Para conocer al hombre en general, y a uno mismo en particular no hay más que una luz, y es aquella que viene de lo alto.  En esta luz conocemos nuestra grandeza, que tiene dimensiones ilimitadas, pero también nuestra miseria, también ella tiene proporciones difícilmente mesurables.  Sólo en Dios y en el proyecto admirable de la Creación y de la Redención, el hombre se conoce a sí mismo y entiende la parábola de su vida.  En el hombre-Dios, Jesucristo, cada uno puede medir su dignidad y su pecado.  Por medio del Espíritu de Cristo, el Espíritu de la Verdad, cada uno puede darse cuenta de su situación existencial.  A las preguntas perennes de todos los tiempos: ¿quién soy?, ¿cuál es el estado de mi alma?, ¿hacia dónde va mi vida?, ¿qué pensará Dios de mí?, sólo la Gracia del Espíritu Santo puede sugerir al corazón la respuesta que infunda paz y confianza.

El discernimiento de sí mismo y de la propia situación delante de Dios es ciertamente un ejercicio difícil y arriesgado.  La vana curiosidad de querer saber lo que Dios tiene escondido para nuestro bien, puede conducirnos por vías imprudentes y equivocadas.  Sin embargo, un sano conocimiento de sí es posible además de auspiciable, para poder progresar en la vía de la virtud.  Pero debe ser un conocimiento en el Espíritu Santo, más que el resultado incierto de nuestras indagaciones, a menudo peligrosamente contaminadas del orgullo.  Debe importar el acto de aceptación de la luz sobrenatural de la Gracia, que nos muestra lo que es útil para nuestro progreso espiritual.  A cada uno Dios revela la parte de sí que debe ser purificada, porque Él desea elevarla y disponerla convenientemente para que pueda ser su morada.  No es raro que el Creador prepare el alma esposa, a sí misma desconocida, y la adorne de una belleza tal que sólo el día de las nupcias le será revelada.

El conocimiento de sí en el Espíritu Santo genera la humildad

La luz de Dios revela al hombre su pecado.  Sin ella el hombre no ve la enfermedad espiritual de su alma y, en su ceguera, se considera justo siendo por el contrario pecador.  El caso típico del hombre que no se conoce a sí mismo lo encontramos en la parábola del fariseo y el publicano (cfr. Lc 18,9-14).

El fariseo está entenebrecido por el orgullo, que, según palabras de Santa Catalina de Siena, es como una "nube" que cubre el ojo del intelecto, impidiéndole ver.  Hace un elenco de las buenas obras que realiza "Ayuno dos veces por semana, -afirma- doy el diezmo de todas mis ganancias", pero ni ve y ni podría ver, la mala intención con la que está contaminada.  Se trata de la presunción de ser mejor que los demás, acompañada del desprecio por los otros "¡Oh Dios! -es su odiosa oración- Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano".  El orgullo impide al fariseo hacer un recto discernimiento sobre su situación espiritual.  Se mira a sí mismo con los ojos de la carne y no ve la enfermedad, que sólo la luz de la fe puede revelar.

El publicano, al contrario, es el ejemplo inmortal del verdadero conocimiento de sí, que es generado por la gracia del Espíritu Santo.  Es una luz que ilumina el alma, poniendo en evidencia las zonas oscuras del pecado y de las malas inclinaciones.  Acogida con humildad, consiente aquel conocimiento auténtico de sí mismo, el cual es un don inaudito y de inimitable valor.  El publicano en la Luz divina ve su mal y no duda en declararse pecador: "¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!", afirma golpeándose el pecho.

Esta oración, con razón, patrimonio precioso de innumerables generaciones cristianas, es una admirable síntesis de la triple iluminación con que el alma es revestida.  Ante todo, una iluminación sobre Dios, el cual es "rico en misericordia", y se inclina voluntariamente con su perdón sobre el pecador arrepentido.  Sigue, una iluminación sobre el hombre, el cual no se sustrae a la luz que esclarece sus tinieblas, sino al contrario, confiesa abiertamente su culpabilidad.  Finalmente hay una iluminación sobre las consecuencias de esta postura de humilde y sincero arrepentimiento, que obtiene la Gracia del perdón divino: "Yo os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquel no".

En esta parábola Jesús indica el camino a recorrer por todo aquel que quiera conocer a sí mismo.  no es raro que los hombres quieran evidenciar sus valores, sus méritos, sus dones y sus incomparables virtudes.  Buscan un tipo de conocimiento de sí mismos que les haga grandes a sus ojos y ante los demás.  Frecuentan las personas que elogian sus cualidades, mientras huyen y se irritan contra aquellos que les critican y que les echan en cara sus defectos y sus lados oscuros.  Hasta algunas almas piadosas, prefieren frecuentar a los directores espirituales y confesores que se complacen en sus progresos espirituales, antes que escuchar las palabras de aquellos que les descubren sus pecados.  De este modo, no buscamos el conocimiento de nosotros mismos, más bien cedemos ante la astucia del yo orgullosos que no quiere bajarse del pedestal.  Nos comportamos aquel enfermo que no quiere mirar de frente a su enfermedad, ¿cómo se podrá curar?

El conocimiento de uno mismo en el Espíritu santo, lleva siempre a reconocer la presencia del mal y del pecado.  El hombre está espiritualmente enfermo, aún cuando esté muy avanzado en el camino de la santidad  ¿De qué le servirá esconderse a sus ojos?  Debe desconfiar de todas los presuntos conocimientos sobre su situación espiritual que lleven a la complacencia, a la vanagloria y a la auto-exaltación.  Debe hacerle reflexionar el hecho de que los santos en la medida que progresan en el camino espiritual, se declaran con sincera convicción pecadores.  Esto depende del hecho de que, creciendo la luz de Dios, ven en mayor profundidad el estado de su alma.  Si te declaras pecador, puedes decir que conoces tu corazón en espíritu y verdad.  El recto discernimiento sobre la propia situación espiritual conduce siempre a la humildad y a golpearse el pecho.  Si te sientes indigno delante de Dios, significa que te encuentras en la vía del perdón y de la justificación.

El conocimiento de sí en el Espíritu Santo genera confianza

El conocimiento de sí en la carne, conduce al yo egoísta por el camino de la soberbia y la exaltación y, todavía más frecuentemente, por el camino del desagrado de uno mismo y la desesperación.  No son pocos los que, habiendo vuelto los ojos al abismo de miseria que se anida en el corazón humano, han odiado la propia situación existencial hasta despreciarse a sí mismos.  Hay un "odio santo", suscitado por el Espíritu Santo que es aversión al pecado, unido a la voluntad de renacer, con la ayuda de la Gracia.  Se trata del renegarse a sí mismo que, Jesús recomienda a todos aquellos que deseen seguirlo e imitarlo.  Pero también hay un odio a sí mismo que viene de la carne, el cual nos hace insoportables a nuestros ojos y provoca un peligroso resentimiento con respecto a Dios y al prójimo.  La vida espiritual sufre un golpe mortal y se fosiliza en el gancho de este hielo mortal.

El milagro de la Gracia da al hombre la oportunidad de conocer el poder de las tinieblas que obran en él, pero sin perder la esperanza de la Redención.  La luz de la Gracia muestra al tiempo el mal y el remedio.  La vía de la conversión no aparece imposible, sino que se convierte en una meta, que nuestras débiles fuerzas pueden conseguir, un paso después del otro, con la ayuda sobrenatural que Dios pone a nuestra disposición.  Aunque dolorosa, como cada parto, el nacimiento de la nueva criatura se convierte en esperanza que derrama alegría, por los resultados obtenidos y genera energía para las nuevas metas.  El corazón sediento de eternidad, comienza a gustar la ternura del amor de Dios y se repone de la fatiga, sin duda, la más dura y dolorosa que existe, la de negarse a sí mismo y renegar de las propias pasiones.

El difícil camino de la conversión es por su naturaleza largo y espinoso.  Como nos enseña Jesús, el demonio, una vez alejado de nuestra alma y de nuestra vida, no se da por vencido y medita la venganza, vuelve al asalto con siete espíritus peores que él.  Las pasiones, privadas de su alimento cotidiano, protestan cada vez más violentamente y buscan la forma de imponer su ley.  El mundo, con sus seducciones, completa el cuadro de un ejército enemigo aguerrido y nunca del todo derrotado.  En este caso, una recaída en el camino del renacimiento interior, corre el riesgo de abrir el flanco a los asaltos todavía más insidiosos del desanimo.  El maligno insinúa al alma que la conversión es imposible y que la santidad es una ilusión.  Su objetivo es el de hacer perder la confianza y el de inducir a tirar la toalla.  Sólo la luz del Espíritu Santo revela al alma las insidias del enemigo y la espolea para que retome el camino con esperanza y total confianza.

Las artes refinadas del maligno, para hacer desistir al alma del camino de la conversión son innumerables.  Sin la ayuda sobrenatural, ¿quién podría descubrirlo?  La astuta serpiente insinúa dudas sutiles y mortíferas.  Una de las más venenosas es la que se refiere al perdón de parte de Dios.  Derrotado por la firme determinación de confesarse y del propósito de no pecar más en el futuro, Satanás busca abrirse paso en la fortaleza del alma silbando dudas e interrogantes sobre la Divina Misericordia.  Su táctica perversa debe ser descubierta y sacada a la luz, antes de que provoque inquietud y angustia.

Cuando el maligno ha obtenido su objetivo de inducir al pecado, no suelta la presa, al contrario busca impedirle que la acción de la Gracia la recoja y la levante.  Por ello, se afana en empujarla de nuevo al pecado, a fin de consolidar la esclavitud del vicio y de sofocar la voz de la conciencia.  Busca todas las formas de tenerla lejos del sacramento de la Confesión, que representa para él una mortal derrota.  Si aún no ha logrado su objetivo y el alma se confiesa, he aquí que comienza a sembrar las dudas sobre el perdón de los pecados cometidos.  De forma especial, las almas escrupulosas son martilleadas por los interrogatorios asfixiantes que quitan la serenidad y la paz.  La obsesión diabólica no termina en sí misma, sino que quiere llevar al alma a dudar del perdón de Dios y de la grandeza de su misericordia.

Hay un modo para escapar de estos asaltos infernales y es la determinación del corazón por creer incondicionalmente en el amor del Creador, más grande que cualquier pecado.  Cuando el alma tiene los ojos de la fe bien fijos en la divina bondad, resiste sin vacilar los asaltos satánicos de la duda y de la desconfianza.  El Espíritu Santo, en medio de los flagelos que golpean la mente, deja sentir en lo más íntimo la dulzura y la paz.  A través de estas pruebas, el alma se consolida en la certeza del perdón recibido.  La conciencia de su debilidad y de sus pecados, en vez de deprimirla, suscita una contrición y un amor más grande.  El conocimiento de sí, en la límpida luz de la gracia, se convierte en resorte potente que hace volar al alma a los cielos serenos y gozosos de la santidad.



miércoles, 30 de mayo de 2012

Programa Radio: Las moradas del castillo interior

En el programa "Páginas Carmelitanas" (martes 3 p.m. hora de Centroamérica) de la Radio OCD, Fray Cristian Chacón OCD, hace la lectura y explicaciones breves del libro de Santa Teresa de Ávila, "Las moradas del castillo interior".  Compartirmos, el programa de las Primeras moradas, capítulo 2.  A partir del minuto 26 se empieza a leer el número 8 y ss, sobre la libertad de espíritu y el conocimiento propio.  

Santa Teresa de Ávila
Fundadora de la Orden del Carmelo Descalzo
España. (1515 -1582)

A los dieciocho años, entra en el Carmelo. A los cuarenta y cinco años, para responder a las gracias extraordinarias del Señor, emprende una nueva vida cuya divisa será: «O sufrir o morir». Es entonces cuando funda el convento de San José de Ávila, primero de los quince Carmelos que establecerá en España. Con san Juan de la Cruz, introdujo la gran reforma carmelitana. Sus escritos son un modelo seguro en los caminos de la plegaria y de la perfección. Pablo VI la declaró doctora de la Iglesia el 27 de septiembre de 1970.


El texto que se estudia es el siguiente, Las Moradas, Cap 2:

"8. Pues tornemos ahora a nuestro castillo de muchas moradas. No habéis de entender estas moradas una en pos de otra, como cosa en hilada, sino poned los ojos en el centro, que es la pieza o palacio adonde está el rey, y considerar como un palmito, que para llegar a lo que es de comer tiene muchas coberturas que todo lo sabroso cercan. Así acá, enrededor de esta pieza están muchas, y encima lo mismo.


Porque las cosas del alma siempre se han de considerar con plenitud y anchura y grandeza, pues no le levantan nada, que capaz es de mucho más que podremos considerar, y a todas partes de ella se comunica este sol que está en este palacio.


Esto importa mucho a cualquier alma que tenga oración, poca o mucha, que no la arrincone ni apriete. Déjela andar por estas moradas, arriba y abajo y a los lados, pues Dios la dio tan gran dignidad; no se estruje en estar mucho tiempo en una pieza sola.


¡Oh que si es en el propio conocimiento! Que con cuán necesario es esto (miren que me entiendan), aun a las que las tiene el Señor en la misma morada que El está, que jamás ­por encumbrada que esté­ le cumple otra cosa ni podrá aunque quiera; que la humildad siempre labra como la abeja en la colmena la miel, que sin esto todo va perdido.

Mas consideremos que la abeja no deja de salir a volar para traer flores; así el alma en el propio conocimiento, créame y vuele algunas veces a considerar la grandeza y majestad de su Dios. Aquí hallará su bajeza mejor que en sí misma, y más libre de las sabandijas adonde entran en las primeras piezas, que es el propio conocimiento; que aunque, como digo, es harta misericordia de Dios que se ejercite en esto, tanto es lo de más como lo de menos ­suelen decir­. Y créanme, que con la virtud de Dios obraremos muy mejor virtud que muy atadas a nuestra tierra.

9. No sé si queda dado bien a entender, porque es cosa tan importante este conocernos que no querría en ello hubiese jamás relajación, por subidas que estéis en los cielos; pues mientras estamos en esta tierra no hay cosa que más nos importe que la humildad.

Y así torno a decir que es muy bueno y muy rebueno tratar de entrar primero en el aposento adonde se trata de esto, que volar a los demás; porque éste es el camino, y si podemos ir por lo seguro y llano, ¿para qué hemos de querer alas para volar?; mas que busque cómo aprovechar más en esto; y a mi parecer jamás nos acabamos de conocer si no procuramos conocer a Dios; mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza; y mirando su limpieza, veremos nuestra suciedad; considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes.

10. Hay dos ganancias de esto: la primera, está claro que parece una cosa blanca muy más blanca cabe la negra, y al contrario la negra cabe la blanca; la segunda es, porque nuestro entendimiento y voluntad se hace más noble y más aparejado para todo bien tratando a vueltas de sí con Dios; y si nunca salimos de nuestro cieno de miserias, es mucho inconveniente.

Así como decíamos de los que están en pecado mortal cuán negras y de mal olor son sus corrientes, así acá (aunque no son como aquéllas, Dios nos libre, que esto es comparación), metidos siempre en la miseria de nuestra tierra, nunca la corriente saldrá de cieno de temores, de pusilanimidad y cobardía: de mirar si me miran, no me miran; si, yendo por este camino, me sucederá mal; si osaré comenzar aquella obra, si será soberbia; si es bien que una persona tan miserable trate de cosa tan alta como la oración; si me tendrán por mejor si no voy por el camino de todos; que no son buenos los extremos, aunque sea en virtud; que, como soy tan pecadora, será caer de más alto; quizá no iré adelante y haré daño a los buenos; que una como yo no ha menester particularidades.

11. ¡Oh válgame Dios, hijas, qué de almas debe el demonio de haber hecho perder mucho por aquí! Que todo esto les parece humildad, y otras muchas cosas que pudiera decir, y viene de no acabar de entendernos; tuerce el propio conocimiento y, si nunca salimos de nosotros mismos, no me espanto, que esto y más se puede temer.

Por eso digo, hijas, que pongamos los ojos en Cristo, nuestro bien, y allí deprenderemos la verdadera humildad, y en sus santos, y ennoblecerse ha el entendimiento ­como he dicho­ y no hará el propio conocimiento ratero y cobarde; que, aunque ésta es la primera morada, es muy rica y de tan gran precio, que si se descabulle de las sabandijas de ella, no se quedará sin pasar adelante.

Terribles son los ardides y mañas del demonio para que las almas no se conozcan ni entiendan sus caminos.

12. De estas moradas primeras podré yo dar muy buenas señas de experiencia. Por eso digo que no consideren pocas piezas, sino un millón; porque de muchas maneras entran almas aquí, unas y otras con buena intención.

Mas, como el demonio siempre la tiene tan mala, debe tener en cada una muchas legiones de demonios para combatir que no pasen de unas a otras y, como la pobre alma no lo entiende, por mil maneras nos hace trampantojos, lo que no puede tanto a las que están más cerca de donde está el rey, que aquí, como aún se están embebidas en el mundo y engolfadas en sus contentos y desvanecidas en sus honras y pretensiones, no tienen la fuerza los vasallos del alma (que son los sentidos y potencias) que Dios les dio de su natural, y fácilmente estas almas son vencidas, aunque anden con deseos de no ofender a Dios, y hagan buenas obras.

Las que se vieren en este estado han menester acudir a menudo, como pudieren, a Su Majestad, tomar a su bendita Madre por intercesora, y a sus Santos, para que ellos peleen por ellas, que sus criados poca fuerza tienen para se defender.

A la verdad, en todos estados es menester que nos venga de Dios. Su Majestad nos la dé por su misericordia, amén.

13. ¡Qué miserable es la vida en que vivimos! Porque en otra parte dije mucho del daño que nos hace, hijas, no entender bien esto de la humildad y propio conocimiento, no os digo más aquí, aunque es lo que más nos importa y aun plega al Señor haya dicho algo que os aproveche.

lunes, 20 de febrero de 2012

Libro: San Francisco Javier, itinerario místico del apóstol - Sentimiento de la propia miseria

Del libro San Francisco Javier: itinerario místico del apóstol del Padre Xavier León-Dufour S.J., la primera parte (Su despertar a la confianza), sección 4 (En el secreto de la noche), transcribimos el texto que nos interesa, el contenido de: "Sentimiento de la propia miseria".  En este libro el autor esboza la vida de San Francisco Javier, a partir de sus cartas y las de sus hermanos de la Compañía.  

Xavier León-Dufour, S.J.
Francia (1912-2007)

Eminente teólogo y biblista, el Padre Léon-Dufour es el autor de más de 20 libros y numerosos artículos. Su Diccionario de Teología Bíblica ha sido traducido a 22 lenguas. También su autobiografía – Un biblista busca a Dios- fue grandemente apreciada y difundida.





Sentimiento de la propia miseria

Contemplación y vigilancia convergen, pues, hacia la humildad, fruto espontáneo del conocimiento de Dios y de sí mismo: Noverim Te, noverim me! Al sentiemiento de la nada de la criatura se agrega el de la miseria del pecado. Al comprobar el apóstol los obstáculos que sin interrupción pone de su parte a la manifestación del Señor, comprende que él es, sí, una epifanía de Cristo; pero una epifanía continuamente velada por su pecado.

Parece útil, antes de describir cómo fue puesta a prueba la confianza de Javier y precisamente para iluminar su trayectoria, agrupar los principales textos que ponen de manifiesto en él una continua profundización en el sentimiento de la propia miseria. 

En una de sus primeras cartas, dirigida a su primo el doctor Navarro se lee ya una confesión clara:

Y conosciendo mi flaqueza, y esto por la bondad divina, cuán inútil soy para todo; después de haber tenido algún conocimiento de mí, o a lo menos una sombra de él, procuraré poner toda mi esperanza y confianza en Dios, viendo que yo a ninguno doy la debida recompensa; y esto me consuela grandemente, que Dios es poderoso para dar por mí al alma de v. merced y a otras semejantes, grandísima remuneración y premio (28 de setiembre de 1540).

La humildad es el fundamento de la confianza apostólica. Es importante notar que semejante sentimiento no tiene nada que ver con la melancolía que se manifiesta, por ejemplo, en las cartas de Lancillotto. Éste es un hombre que está siempre gimiendo por las limitaciones suyas y ajenas y se encuentra atormentado por los escrúpulos; esta tendencia no agrada en modo alguno a Ignacio, quien le responde por su secretario: "¡Que la unción del Espíritu Santo os enseñe en toda cosa!". Las vacilaciones, la ansiedad misma, no están prohibidas, pero todas ellas han de quedar apaciguadas en la oración al contacto con el Espíritu Santo. 

Notemos, en descargo de Lancillotto, que trabajaba con ardor, a pesar de la tisis que había hecho presa en él. Sólo que sus lamentaciones tienen el dejo de su temperamento atrabiliario. Javier en cambio no tenía ese temperamento: sus protestas de humildad y miseria han de tomarse en serio.

Mientras está invernando en Mozambique escribe:

Por amor de Nuestro Señor os rogamos todos que en vuestras oraciones y en vuestros sacrificios tengáis especial memoria de rogar a Dios por nosotros, pues nos conoscéis y sabéis de cuán bajo metal somos.

Insiste todavía, mostrando claramente la experiencia que tiene de su propia miseria:

Una de las cosas que nos da mucha consolación y esperanza muy crecida, que Dios Nuestro Señor nos ha de hacer merced, es un eterno conoscimiento que de nosotros tenemos, que todas las cosas necesarias para un oficio de manifestar la fe de Jesucristo, vemos que nos faltan; y siendo así que lo que hacemos sólo es por servir a Dios Nuestro Señor, créscenos siempre esperanza y confianza, que Dios Nuestro Señor para su servicio y gloria nos ha de dar abundantísimamente en su tiempo todo lo necesario. (1 enero de 1542).

El Señor actúa en el apóstol que reconoce plenamente que todo bien procede de Dios. Francisco lo repite algunos meses más tarde:

Placerá a Dios Nuestro Señor que con el favor y ayuda de vuestras devotas oraciones, no mirando Dios N.S. a mis infinitos pecados, que me ha de dar su santísima gracia para que acá en estas partes mucho le sirva.

Después de haber recordado las fatigas y los goces de su apostolado y de haber pedido consejo sobre la conducta que ha de seguir, termina con una súplica que brota de lo más hondo del abismo de su nada:

En este medio, por los méritos de la santa Madre Iglesia, en quien yo mi esperanza tengo, cuyos miembros vivos vosotros sois, confío en Cristo Nuestro Señor que me ha de oír y conceder esta gracia, que use deste inútil instrumento mío, para plantar su fe entre gentiles; porque sirviéndose su Majestad de mí, gran confusión sería para los que son para mucho y acrecetamiento de fuerzas para los que son pusilánimes; y viendo que siendo yo polvo y ceniza, y aun esto de los más ruin, que presto para ser testigo de vista de la necesidad que acá hay de operarios, cuyo siervo perpetuo sería de todos aquellos que a estas partes quisieren venir, para trabajar en la amplísima viña del Señor (20 de septiembre de 1542).

El sentimiento de la propia miseria no hace al hombre replegarse sobre sí mismo; le hace más bien abrirse a otros y se transforma en demanda de ayuda: este sentimineto no paraliza las propias fuerzas, antes al contrario las centuplica con las de Dios y las de la Iglesia. Francisco, después de la Misión en la costa de la Pesquería, parece experimentar con mayor fuerza este sentimiento:

Háceme Dios tanta merced, por vuestras oraciones y memoria continua que de mi tenéis en encomendarme a Él, que en vuestra ausencia corporal conozco a Dios Nuestro Señor, por vuestro favor y ayuda, darme a sentir mi inifinita multitud de pecados y darme fuerzas para andar entre infieles, de que doy gracias a Dios Nuestro Señor muchas, y a vosotros, carísimos Hermanos míos (15 de enero de 1544).

Todo el tiempo de sus misiones, no cesará Javier de implorar de modo parecido las oraciones de sus hermanos: él se encuentra "sin fuerza espiritual alguna" (27 de enero de 1545), se tiene al propio tiempo por un "triste pecador", gime en la prueba (16 de diciembre de 1545), conoce la necesidad que tiene de la ayuda espiritual de sus hermanos (10 de mayor de 1546), evoca el contraste existente "entre los grandes pecados que hemos cometido, y el instrumento escogido por el Señor" (22 de octubre de 1548).  Llegado al Japón, progresa sin cesar en el conocimiento de su miseria:

Pensábamos nosotros hacerle algún servicio en venir a estas partes a acrecentar su santa fe, y agora por su bondad dionos claramente a conocer y sentir la merced que nos tiene hecha, tan inmensa, en traernos a Japón, librándonos del amor de muchas criaturas que nos impedían tener mayor fe, esperanza y confianza en Él (5 de noviembre de 1949).

Cuando regresa después de más de dos años de dura misión, declara a su padre Ignacio que ha descubierto en sí miserias que aún no conocía (27 de enero de 1552). Sus últimas palabras pronunciadas en el peñón de Sancián proclaman finalmente que debe ser cosa bien vil para que Dios se sirva de él a fn de confundir al demonio (13 de noviembre de 1552).

Por lo que hace a Francisco, hay ciertamente durante la vida apostólica una penetración más profunda en el conocimiento de la miseria personal. ¡Esto no le impide la visión clara del mundo real! Todo lo contrario. Véase el ideal que propone a los jesuitas de Goa:

Vivo muy consolado en me parecer que tantas cosas interiores de reprender veréis siempre en vosotros, que vendréis en un grande aborrecimiento de todo amor propio y desordenado; y juntamente en tanta perfección, que el mundo no hallará con razón qué reprender en vosotros; y de esta manera sus alabanzas os serán una cruz trabajosa en las oír, viendo claramente vuestras faltas en ellos.

En tanto que los que ven humanamente las cosas admiran cada vez más al apóstol en acción, desciende éste sin cesar a mayores profundidades en el abismo del pecado que reconoce en sí, pero es para fundar sobre esa base una confianza tanto más pujante cuanto que brota de más hondo. Entonces, ciertamente, a sus ojos todo es gracia.

sábado, 31 de diciembre de 2011

Homilía: Pistas y caminos para conocer el propio corazón

Esta es una homilía de Fray Nelson Medina O.P. que nos presenta una herramienta para examinar nuestro "corazón".  Conocer cómo somos.  Consiste en hacernos tres preguntas.  Es un modo muy sencillo de irnos conociendo y considero que es un buen punto para iniciar este camino de autoconocimiento.  

Fray Nelson Medina O.P.











miércoles, 14 de diciembre de 2011

Espectáculo: Embalada

Esta es una aguda reflexión artística sobre una persona que busca su lugar en el mundo.  Para mí está llena de símbolos y sugerencias.  Con una pregunta: ¿este es mi lugar? emprende una búsqueda de adónde pertenece.  Sólo descubre su lugar como resultado de su búsqueda.  Su lugar está en ella misma.

Marina Barbera (Martita Saldutti - Personaje)
Argentina

Es una artista del género clown.  Ha presentado diferentes espectáculos: "Hoja en blanco, quiero ser", "Soñata", "El Intento", "Cenicienta", "Los caballeros de la Mesa Ratona", "Obelatalisco","Doña Ramona" entre otros y en 2007 "Parece ser que me fui", que ganó los premios Teatros del Mundo en actuación femenina, dirección, música original y fotografía teatral.  Forma parte de Los Papota Payasos Grup y de Clowns No Perecederos.  Dicta talleres anuales e intensivos de Clown desde 2001.



Embalada

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Libro: Nuestra Transformación en Cristo, El conocimiento de sí mismo

Este texto corresponde al capítulo III del libro "Nuestra Transformación en Cristo" de Dietrich Von Hildebrand.

Dietrich Von Hildebrand
Italia (1889-1977)

Fue un filósofo y escritor religioso, activista anti nazi.  Se convirtió al catolicismo en 1914.  Escribió muchas obras descubriendo la fe y moral del catolicismo.  Con sus muchos escritos filosóficos contribuyó al desarrollo de un personalismo cristiano rico, sobre todo por su énfasis en la trascendencia de la persona humana.






EL CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO

Hemos visto que la incondicional disposición a ser cambiado y el arrepentimiento constituyen los primeros fundamentos indispensables para alcanzar la meta a la que estamos llamados por la misericordia de Dios: la transformación en Cristo. El próximo paso decisivo en este camino es el pleno conocimiento de sí mismo.

Mientras no reconozcamos nuestras faltas, mientras no sepamos nada de ellas, no podemos superarlas realmente, ni con la mejor voluntad el mundo. Muchas veces encontramos personas que tienen muy buena voluntad para cambiar, pero que dirigen toda su atención a faltas meramente imaginarias, que luchan contra molinos de viento, y que dejan subsistir los verdaderos defectos tranquilamente. Este peligro está controlado en órdenes religiosas, porque la sincera voluntad de hacerse otro hombre en Jesucristo es encaminada por los superiores a los que se está sumiso, hacia los verdaderos peligros y faltas, aunque no hayan sido reconocidos todavía por sus dueños. El religioso o la religiosa empieza la lucha con su propia naturaleza dentro de la obediencia, se dirige contra las faltas que tiene que superar según la opinión de sus superiores, independientemente del grado de conocimiento personal que tenga de la existencia del defecto a combatir. He aquí una de las grandes ayudas que presta la vida religiosa al proceso de la verdadera transformación de cada miembro. Pero la auténtica transformación, el desarraigar y anular un defecto verdaderamente, el rebajar los montes y colinas y el llenar los valles, presupone, a pesar de todo, que reconozcamos nosotros mismo nuestras faltas. No debemos olvidar nunca, qué función fundamental tiene en toda la vida de nuestra alma el darnos cuenta como cada toma de posición presupone una toma de consciencia. Es cierto, en la mayoría de los casos sólo alcanzamos el verdadero conocimiento de nosotros mismos, cuando ya hemos comenzado a luchar dentro de la obediencia contra las faltas todavía no reconocidas. Pero si esta lucha ha de tener pleno éxito, es preciso que llegue el momento de reconocer las faltas desde dentro, porque sólo entonces puede acaecer el último escalón de superación.

Bajo el tema “conocimiento de sí mismo” se pueden entender logros muy dispares. Existe un verdadero conocimiento de sí mismo que es el supuesto de toda santificación, y un conocimiento falso e infecundo de sí mismo que nos enmaraña cada vez más en una actitud egocéntrica.

Nos encontramos con este último cuando nos autoanalizamos por interés puramente psicológico como si fuéramos espectadores. En el caso del falso conocimiento de sí mismo, la observación de nuestra naturaleza tiene lugar no bajo la espada justiciera del bien y del mal, sino de manera totalmente neutral como si analizáramos cualquier fenómeno natural. En este conocimiento de sí mismo queda suprimida la solidaridad con la propia naturaleza, de modo que nos observamos tal y como a otro hombre digno de curiosidad. Sólo que este interés curioso se acrecienta especialmente por el hecho de tratarse de la propia persona. Nos tratamos como si fuéramos una figura de novela y no nos sentimos de ninguna manera responsables (sic) de sus faltas. Es más: estas faltas, como veremos en seguida, ya no se captan a través de este enfoque, en su sentido y contenido específicamente morales. Hemos adoptado una actitud amoral que no puede tomar en cuenta adecuadamente la esencia de la propia persona, ni el hecho de que se trata en primer lugar de una persona, es decir, de un ser que sabe tomar posición sensatamente y es libre, que no se puede concebir separado de su orientación hacia Dios y hacia el mundo de los valores, como tampoco tiene en cuenta el hecho de que es precisamente de la propia persona que somos responsables.

En la base de tal conocimiento de uno mismo no se encuentra ninguna disposición a ser cambiado, y es por lo tanto totalmente estéril para todo progreso moral. Hombres que descubren sus faltas de esta manera neutral, puramente psicológica, no salen de esta constatación más capacitados para vencer sus defectos que antes. Al contrario, este conocimiento de uno mismo puramente neutral conduce más bien a acomodarse con estos defectos como si fueran normales. Por consiguiente se está más lejos aún de su superación que cuando nada se sabía sobre ellos. Se confiesan también abiertamente sin inhibiciones, pero no por humildad y profunda conciencia de culpabilidad, sino, porque los defectos se han convertido en una cuestión psicológicamente interesante, pero puramente neutral.

Este mismo tipo estéril y desmoralizante del conocimiento de sí mismo lo encontramos también en el “psicoanálisis”. El analizado se cree especialmente objetivo y carente de prejuicios, sumamente predispuesto a un conocimiento de sí mismo imparcial, porque ha eliminado todos los puntos de vista apreciativos y lo investiga todo sólo desde la perspectiva psicológica. En realidad, situándonos en esta posición puramente neutral, nos volvemos incapaces de un conocimiento de nosotros mismos adecuado y hondo. La verdadera naturaleza de nuestras actitudes y de sus raíces en nosotros sólo puede ser comprendida partiendo de una situación de diálogo entre sujeto y objeto, del carácter de respuesta de las posiciones que adoptamos. Tan pronto como eliminamos el contenido en significación y valor del lado del objeto, se nos cierra también la verdadera esencia de nuestras vivencias y de su origen. Para una observación inmanentemente psicológica queda inaccesible también la estructura intencional y llena de sentido de la vida superior de nuestra alma, y queda por lo tanto también insuficiente desde el punto de vista de un puro conocimiento de nuestra alma. Sólo desde el objeto que nos afecta y al que respondemos, se puede diagnosticar acertadamente la calidad de nuestra vivencia. Por aquel enfoque neutral todo se aplana y se priva de su dimensión profunda, todo lo que está impregnado de sentido se interpreta forzadamente de manera más y más puramente causal. La insuficiencia de este conocimiento de sí mismo, se manifiesta sobre todo en el hecho de no estar a la altura de la terapia de los males psíquicos. Pues ya que ni el diagnóstico puede pasarse sin la referencia al objeto, la superación de defectos mucho menos todavía, aún considerándolos ´solo desde el punto de vista de un trastorno psíquico. Pero sobre todo no se considera lo decisivo: si una cualidad, un enfoque, una actitud es valiosa y puede sostenerse ante el rostro de Dios o no, cuestión cuyo conocimiento es esencial para nosotros. Por aquel enfoque neutral quitamos la seriedad a toda la situación; la terrible cuestión llena de responsabilidad, si con nuestra actitud estamos dentro del orden divino o si ofendemos a Dios, se malinterpreta hacia un asunto psicológicamente interesante. De un conocimiento de sí mismo sin arrepentimiento ni conciencia de culpa, no puede surgir ímpetu para la superación de lo no válido en nosotros.

El único conocimiento de sí mismo fecundo y verídico nace de la confrontación con Dios. Primero tenemos que mirar a Dios, a Su insondable gloria, y luego preguntarnos: “¿Quién eres Tú y quién soy yo?” Debemos decir con San Agustín: “Noverim Te, noverim me.” = “Si pudiese conocerte a Ti, me conocería a mi”. Sólo mediante el conocimiento de nuestra situación metafísica, a la luz de nuestro destino final y nuestra vocación, nos podremos conocer adecuadamente a nosotros mismo. Sólo la luz de Dios y Su llamada dirigida a nosotros abren nuestros ojos a todas nuestras deficiencias y faltas, nos enseñan la distancia entre lo que debiéramos ser y lo que somos.

Tal consideración de nuestro propio ser, sí, que se sostiene en una profunda seriedad y se distingue totalmente de todas las variaciones de un autoanálisis puramente psicológico. La propia naturaleza no se considera como una realidad inalterable, como algo airoso con lo cual nos enfrentamos sin responsabilidad, sino como un algo modificable de cuya calidad somos responsables. Y este tipo de conocimiento de sí mismo presupone que estamos dispuestos a cambiar. El interés en saber cómo se es, significa aquí una consecuencia de la voluntad de hacerse un hombre nuevo en Cristo. Ninguna curiosidad, ningún girar egocéntrico alrededor de la propia persona cabe aquí. Por amor a Dios deseamos transformarnos en otro hombre, y por el afán de ser otro, queremos saber, dónde nos encontramos actualmente. Sólo esta solemne confrontación con Dios que viene atravesando de modo singular la liturgia de la Iglesia, nos hace verdaderamente perspicaces en la captación de valores y nos muestra implacablemente nuestros defectos. Nunca la podemos realizar como espectadores que no participan. Presupone una actitud fundamente de arrepentimiento, engendra a su vez arrepentimiento necesariamente y tiene su resonancia en el Confiteor.

Este conocimiento de sí mismo no es, al contrario de lo que sucede con el falso, destructor, sino fecundo. Como tiene su fundamento en la disposición a cambiar, todo reconocimiento de un defecto conlleva un impulso hacia su superación. Por muy doloroso que sea reconocer lo oscuro en nosotros: no es nunca opresor, deprimente como el conocimiento de sí mismo puramente natural. Pues en primer lugar hace feliz penetrar más profundamente en la verdad. Cuanto más ahondamos en la verdad, tanto más cerca estamos de Dios que es la fuente de toda verdad, la Verdad misma. Al desvanecerse las ilusiones sobre uno mismo, al despertarnos de nuestros autoengaños, al superar el agarrotamiento de no querer ver muchas cosas, ya hacemos un gran progreso, ya subimos un nuevo escalón hacia la libertad. Esta liberación de nuestro orgullo que siempre trata de engañarnos, es algo que nos hace felices y nos eleva.

Y cuando nos anima la total disposición a cambiar, también debemos sentirnos felices al saber dónde tenemos que empezar. Experimentamos el conocimiento de nosotros mismo como el primer paso de nuestra mutación, porque nos damos cuenta a través de él, dónde se halla el enemigo que es preciso vencer. ¡Cuánta buena voluntad, invertida sin efecto!, ¡cuánta energía disipada!, ¡cuánto tiempo perdido!, si luchamos contra molinos de viento y buscamos nuestros defectos en lugares equivocados. Muchos se creen que tienen que buscar los principales peligros donde en realidad nada nos amenaza y pasan de largo ante los riesgos verdaderos. Si nuestros ojos se abren ante los verdaderos peligros, cuando Dios nos enseña dónde tenemos que reñir la batalla, entonces tenemos que considerarlos todo como un gran regalo de la gracia de Dios. Deberíamos besar las manos de aquellos que vienen a destruir despiadadamente las falsas ilusiones sobre nosotros mismo. Cuántas veces nos creemos por ejemplo que el entusiasmo por una virtud significa la posesión de la misma. La obediencia nos parece “par distance” como algo grande y magnífico, y estamos convencidos de que nos hallamos verdaderamente dispuestos a practicar esta virtud, cuando nos falta aún, para alcanzarla, recorrer un camino largo y trabajoso. O la humildad arde en nuestro corazón en toda su victoriosa y conmovedora belleza y por ello creemos que ya somos humildes. Confundimos ciertos aspectos interiores con la plena realidad de una virtud. Ciertamente, un tal entusiasmo ya es algo excelente y un primer impulso, pero no es aún la posesión real de esta virtud. El quebrantarse esta ilusión resulta doloroso para nuestra naturaleza, pero al mismo tiempo tiene que llenar nuestro corazón con santa alegría, porque Dios nos ha librado con ello y hemos dado un paso importante en el camino de la verdadera adquisición de esta virtud.

¿Pero no tiene que asaltarnos un desaliento temeroso al penetrar nuestras miradas en los propios abismos, en nuestra oscuridad y nuestros fallos? ¿No desfallecerán nuestras fuerzas, nuestro impulso al ver cuán lejos nos hallamos aún de la meta, cuánto más bajo es nuestro nivel alcanzado de lo que creíamos? ¿No descorazonaremos a un hombre, si le decimos toda la verdad sobre sus abismos y debilidades? Es verdad, aún el conocimiento de sí mismo efectuado ante Dios puede llevar a un tal desánimo y desaliento, si seguimos en lo demás en una actitud natural. Pero para el verdadero cristiano, que vive desde la fe, el conocimiento de sí mismo no puede jamás conducir a una tal desesperación desanimada y desalentada, a un hundimiento bajo el peso de los propios pecados. Pues está perfectamente seguro de que Dios quiere su santificación, que Jesucristo “en quien encontramos nuestra salvación y en su sangre el perdón de nuestras culpas” (Col 1, 14), le ha llamado y ha posado sobre él su mano y dice respecto a todos sus pecados y oscuridades con Santo Tomás de Aquino: “Pie pelicane, Jesu Domine, me immundum munda tuo sanguine.” = “Piadoso pelícano, Jesucristo Señor mío, a mi impuro, purifícame con Tu sangre” (ritmo de Santo Tomás de Aquino). Sabe muy bien que por sí mismo nada puede, y que con Jesucristo lo puede todo. Con sus propias fuerzas no está llamado a tender un puente sobre el abismo que le separa de Dios, si Cristo no lo lleva en brazos, y está dispuesto a seguirle sin reserva. Ninguna oscuridad es tan tupida que Su luz no la pueda iluminar e incluso transformar en radiante esplendor. “Quia tenebrae non obscurbuntur a te, et nox sicut diez illuminabitur.” = “Pues ante Ti la oscuridad no es oscura y la noche es clara como el día” (Sal 138, 11).

El verdadero conocimiento de sí mismo es un supuesto indispensable para el que quiere ser tranformado en Jesucristo. Tiene que sentirse lleno de un verdadero afán de reconocerse ante Dios lo que es, de despertarse de todas la ilusiones y engaños sobre sí mismo y de descubrir todas sus debilidades especiales y sus faltas. Debe seguir la invitación de Santa Catalina de Siena: “Entriamo nella cella del conoscimento di noi” = “Entremos en la celda del conocimiento de nosotros mismos”. Pero no debe creer jamás que el conocimiento de sí mismo va a serle algo fácil y que –tan pronto como abrigue el deseo de conocerse a sí mismo- todas sus faltas van a volverse manifiestas sin más. En saludable desconfianza hacia sí mismo tiene que aceptar que está todavía enzarzado en muchas ilusiones y tiene que rezar: “Ab ocultis meis munda me.” = “De mis faltas ocultas límpiame”. Sólo la obediencia al director espiritual o, en su caso, a los superiores religiosos nos puede llevar al verdadero conocimiento de nosotros mismos y a la libertad que conlleva. Tenemos que ser conscientes de que para el verdadero conocimiento de nosotros mismos precisamos de la ayuda de los demás. Conocemos aquellas palabras del Señor sobre la brizna en el ojo del hermano y la viga en el propio y sabemos, mientras nos apoyamos exclusivamente en el propio conocimiento de nosotros mismos, que quedamos expuestos a la ceguera del hombre caído respecto de sí mismo y que no podemos prescindir de la mirada más objetiva del director espiritual, de los superiores instalados por Dios o de amigos espirituales, para alcanzar un verdadero conocimiento de la propia naturaleza. Pero por mucho que tengamos que acudir a la ayuda de Dios y del prójimo para conocernos realmente, hay algo que sólo lo podemos contribuir nosotros mismos: la voluntad incondicionada de morirnos a nosotros mismos, de transformarnos en hombres nuevos en Cristo y el afán que deriva de todo esto de conocernos como somos de verdad. Y es por este mismo afán que rezamos: “Domine, ut videam.” = “Señor, ¡haz que pueda ver!” (Lc 18,41).